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El cuerpo de la mujer. Una reflexión filosófica y feminista

El cuerpo de la mujer. Una reflexión filosófica y feminista

Las urgencias políticas

El activismo de las mujeres en México y en toda Hispanoamérica ha consagrado, en el orden prioritario de las urgencias políticas de las mujeres como colectivo, la cuestión del derecho al cuerpo. Ese cuerpo del que ellas quieren reapropiarse parece aguardar por las políticas de equidad, después de siglos en que les fuera expropiado y administrado, intercambiado y sujeto mediante las prácticas reguladas del Estado, de la familia y de la Iglesia católica ─quizás incluso con la colaboración de su propio imaginario (de ello habría que hablar más ampliamente)─. La demanda por la reapropiación de una misma, es decir la exigencia de llevar a los hechos y hacer respetar la soberanía sobre las decisiones que afectan al propio cuerpo entendido como asiento de la reproducción, es significativo en el anterior contexto, y particularmente cuando el activismo demandante basa sus exigencias en el conocimiento estadístico de la salud pública y por tanto la tasa de mortandad de las mujeres. A este respecto los movimientos feministas instaron a las autoridades a elaborar y ejercer políticas públicas que al proteger el derecho al ejercicio autónomo de la vida de las mujeres embarazadas, que se habían visto forzadas a abortar por una u otra razón o violencia, pudieran evitar la indignante muerte de jóvenes a causa de intervenciones mal ejecutadas. En este sentido fue escogida la fórmula del “derecho al cuerpo” desde la cual argumentar jurídicamente.

Derecho al cuerpo

La demanda tenía sus aciertos y desaciertos que se fueron mostrando poco a poco y en su caso se propusieron rectificaciones y cambios en la estrategia argumentativa, haciendo énfasis en los datos duros extraídos de la evaluación de la muerte por abortos mal practicados, o bien enfatizando los gastos en salud pública por los mismos motivos, o bien saliendo en defensa, de manera más abstracta, de los derechos humanos de las mujeres. Los aciertos y desaciertos se fincaron sobre dos supuestos: 1. el cuerpo de las mujeres como materia pública, esto es que el Estado debe ocuparse prioritariamente de la salud de las mujeres consideradas como parte de la población y por tanto sujetas a las políticas poblacionales; 2. El cuerpo de las mujeres como objeto soberano y autónomo, es decir que la toma de decisiones sobre la reproducción compete a la soberanía individual. Ahora bien, ambos supuestos se usaron de manera conjunta generando, por ende, ciertas ambigüedades aprovechadas por la postura detractora de corte conservador y androcéntrico. Una ambigüedad flagrante consistía en defender el derecho a la reproducción y a la decisión sobre ella como cosa autónoma pero garantizada mediante políticas públicas ─lo que situaba el problema en el orden de la oposición privado/público del vocabulario del liberalismo político, que el feminismo mexicano había recibido de manos de las feministas norteamericanas y su vocabulario, con sus contradicciones y efectos políticos individualizadores─. En breve, la defensa del cuerpo como instancia de decisión privada refuerza el supuesto acrítico de que uno de los elementos sobre los que se apoya la figura del individuo es la propiedad (de una misma). En la argumentación que acompaña la demanda del derecho al cuerpo se reforzaba la figura de un sujeto jurídico ─las mujeres─ diseñada a partir de un modelo de régimen de propiedad o de relaciones de propiedad según las cuales todo (seres vivientes, cosas y estados de cosas) es materia (sujeto) de apropiación; lo natural y lo cultural, lo social y lo íntimo. Este tipo de sujeto jurídico, considerado como “libre” para asumir sus propias decisiones, es paradójicamente “libre” también de apropiarse de sí mismo, de sus fuerzas productivas y reproductivas, para ofrecerlas al intercambio en el mercado, considerándose a la vez como ser vivo apropiable y apropiador. El régimen de apropiación estructuralmente capitalista, que produce este tipo de paradojas[1] sobre el modelo de la mercancía, no es puesto en cuestión (no lo es ni su origen, ni su sentido, ni su valor) en la argumentación que insiste en que las mujeres sean consideradas por la ley como “dueñas de sí mismas” y de sus fuerzas reproductivas. El cuerpo es reducido acríticamente a algo viviente unitario que puede ser apropiado y gobernado con el fin de “producir” algún tipo de finalidad calculable (hijos, mercancías, democracia, información, etc.)[2]. Parecería que la razón jurídico-política[3] se sostiene produciendo prácticas de apropiación de las fuerzas histórico-sociales de los colectivos y los individuos (incluida la reproducción). Estas últimas fuerzas sin embargo no “producen” mundo como finalidad prescrita sino produciéndose, a su vez, esto es a sí mismas, como mundo elaborado, a través de experiencias de transmisión de saberes y de acciones reguladas pero también en resistencia o más allá de las expectativas calculables sobre el mundo social. La razón jurídica regula los poderes de innovación y de constitución de la experiencia. Pero algo se le escapa. El modelo de sujeto que se aspira a ser, el modelo en fin dominante y hegemónico, se configura mediante prácticas de apropiación/exclusión de lo que se posiciona y califica como otro, en el terreno de lo práctico, del sentido y del valor; así se produce el género (masculino/femenino) como normalización jerárquica y asimétrica. Como sabemos las mujeres, se generalizan ciertas diferencias sexuales ─anatómicas, fisiológicas─ para dar cuenta de lo propio de algunos cuerpos, reduciendo la manifestación (comprensión) de los cuerpos a sus funciones reproductivas, una vez hecho lo cual, se totalizan esas diferencias convirtiéndolas en causas primeras de cualquier otra modalidad de la práctica social y de las relaciones jerárquicas y asimétricas producidas. Al mismo tiempo que se absolutiza el modelo reproductivo hembra/macho, propio de la especie, y se lo extiende a toda práctica social, se produce el género como dispositivo de sentido y valor, a nivel del discurso. El resultado es la producción práctica y discursiva del género. De ahí que insistamos en que, no debe adoptarse una “perspectiva de género” sino que esta producción del género, sea criticada y además cuestionada por otras prácticas de los cuerpos.

Ahora bien, mientras la cuestión del cuerpo de las mujeres se entienda desde aquella inscripción social (que universaliza el género heterosexual situándolo como necesario-natural y que reduce la identidad individual a su dependencia y determinación por ciertas marcas sexuales), no habrá posibilidad de crítica. La crítica tiene lugar en principio poniendo de manifiesto la inconformidad con determinados supuestos históricos que aparecen como incuestionables. En segundo lugar, la crítica procede dejando actuar a la diferencia sobre la totalidad cerrada del concepto y de la categoría de cuerpo. Aclaremos: la diferencia no es la característica determinante que se instala como bipolaridad de los géneros sino la emergencia de posibilidades inéditas de transformación de las experiencias de lo humano mediante prácticas sobre la corporalidad en un devenir temporal no prefigurado. Estas últimas prácticas sobre los cuerpos son las que se ejercen de otra manera, abriendo las fuerzas corporales a la experimentación de imaginarios sociales impensados por ahora[4]. Para ello habrá entonces que desuniversalizar por una parte y por la otra reelaborar el concepto de sexualidad para evitar reduccionismos. Estas tareas las debe encarar la crítica de género. Y deberá ir acompañada por una crítica del cuerpo. Las fuerzas de los cuerpos no sólo se orientan a la producción sino también a los lazos de solidaridad. La historia de estos lazos no se ha hecho. Esta historia trata de lazos más allá de la consanguinidad, de la unidad de lengua, de las fronteras jurídicas y políticas del Estado moderno, incluso de la comunidad de propósitos (cuando estos son autoritarios). Hay una manera de solidaridad manifestada en sus efectos prácticos y de sentido que no ha sido visibilizada o nombrada y que escapa a la esfera de los hechos políticos y a la razón jurídico-política que los sustenta. Muchos colectivos de mujeres la viven en su cotidianidad pero no alcanzamos a considerarla aún como escenario donde el futuro ya llegó. Llegó bajo la forma colectiva de las acciones insumisas (prácticas de la indocilidad incluso con nosotras mismas, tomando en cuenta que la estructura egológica está inscrita, como efecto y lógica, en relaciones de poder y dominación). Debemos extraer de la insumisión su fuerza para hacer factible o realizar lo mejor, y el significado de lo mejor sólo se decidirá, en cuanto a lo que atañe a su sentido histórico y a su valor para la sociabilidad, mediante debates públicos abiertos donde la crítica sea alentada y no repudiada.

Corolario

La crítica muestra que el tratamiento a nivel individual del problema deja fuera el tema de lo colectivo, de por sí blanco del aggiornamento constitucional de las últimas décadas. Por si fuera poco, introduce una contradicción práctica porque mientras se pide la desregularización de la reproducción, mediante el retiro de la vieja ley que prohíbe el aborto, se insiste que sea el Estado el que refuerce las políticas de salud pública al ofrecer abortos conducidos por el sistema estatal de salud. El sistema de estado de bienestar acarrea estas y otras contradicciones prácticas y ambigüedades, pero las introduce también como materia de discusión pública, en el referendo y en la política de partidos. En nuestro caso particular el estado de bienestar se está desmantelando a instancias de los acuerdos internacionales del gobierno con el Banco Mundial y demás instituciones del ámbito global. Sin el apoyo de un análisis histórico-político los movimientos feministas o de género, decididos a concentrarse exclusivamente en el ámbito de la mujer, quedan desarmados ante las ambigüedades que acarrea incluso el logro del éxito en sus demandas. Los conceptos en los que fundamentan las luchas en el ámbito jurídico no son definiciones fijas de lo que es, sino que son y deben ser tratados como estrategias argumentales. Ese es el caso de la palabra género y de la palabra cuerpo que pese a sus notorias diferencias genealógicas, en lo semántico y en la dimensión pragmática, son muestra de la labor histórica de los dispositivos estatales disciplinarios y de control y de los actos de resistencia organizada que se le enfrentan.

El derecho al cuerpo propio

El derecho al cuerpo ha estado presente en las prácticas jurídicas de los Estados modernos. De hecho le es consustancial. Para estas prácticas el cuerpo es aquello dispuesto, aquello de lo que inmediatamente se apropian los individuos en su proceso de maduración. No hay propiedad de las cosas sin previa apropiación del propio cuerpo y sus fuerzas. Así está estipulado en cualquier ley del trabajo que regula la compraventa de la fuerza productiva de los individuos por el capital. A este respecto la demanda de las mujeres por ejercer su derecho a tomar decisiones sobre su cuerpo y los procesos que en él tuvieran lugar parece adecuada. Tiene que ver con la demanda de igualdad. Sin embargo, produjo todo tipo de ataques. Considero indicado interrogarnos sobre esa condición de la cuestión del cuerpo femenino que ha resultado tan sensible. ¿Qué hay en el sentido y el valor del cuerpo de las mujeres que lo vuelve un terreno propicio al debate encarnizado? Precisamente el cuerpo de las mujeres ha sido tratado como un campo de batalla (entre otras cosas). Algunas activistas dirán, sin humor, que ha sido instrumentado por determinadas prácticas falocéntricas como botín de guerra; y la historia les dará la razón. Pero hoy, cuando se recurre a la demanda por el derecho al cuerpo, se reduce ese cuerpo abusado de las mujeres a una práctica similar. Porque el derecho presupone sin criticar su fundamento en una figura de sujeto dueño de sí mismo y de sus decisiones, esto es comportándose como propietario de su misma materialidad que estaría a su disposición, justamente por disposición oficial desde el momento de entrar a la madurez. Esta forma de individuo no es natural; ha sido más bien naturalizada por ciertas prácticas cotidianas de hacer y de decir. Naturalizada, es decir que se la ha sustraído a la observación crítica. El cuerpo no está “ahí y ahora” sino para las prácticas que lo nombran, le dan sentido y apuestan por su valor o la falta de él para los intercambios sociales. Así, el cuerpo nunca es inmediato a los sentidos y la percepción; se diría que está mediado. Por el lenguaje, la división social del trabajo, la producción heterosexual del género, las prácticas de apropiación médica, pedagógica, psicoanalítica, psicológica, entre otras que lo configuran cada una a su modo jerárquico y a través de un orden asimétrico (androcéntrico). Si se observa que vivir en el cuerpo de cada una es suficiente motivo para asegurar un acceso privilegiado inmediato a su esencia o a su naturaleza única, y por tanto a su control, a sus fuerzas creativas y destructivas, a su goce o padecimientos, o a su materialidad sin transparencia, sólo podemos argumentar que no hay inmediatez o privilegio exclusivo en el trato con los cuerpos. Empezando por la unidad y homogeneidad de las fuerzas corporales, que creemos trabajan por nuestro interés. Pero la concepción de unidad y homogeneidad ha sido forzada en nuestro comportamiento imaginario. Y si para alguna la materialidad de lo corpóreo es en principio indubitable, algo que no causa desasosiego, lo que jamás han querido poner en cuestión, al menos hasta ahora, para otras muchas lo dudoso es que, de existir, su cuerpo sea algo propio, algo ahí, idéntico a sí mismo. No hay identidad en tanto inmediatez en el trato con el cuerpo: entre nosotras y nuestro cuerpo pesa la ley del sexo que valora asimétricamente el cuerpo, sus fuerzas y finalidades, la ley jurídica, la ley religiosa y la de la lengua, que suele hablar con la voz del dominador. No se trata de adueñarse del cuerpo sino de evitar que sea reapropiado por los poderes. Habrá que dejarlo entrar en todas las combinaciones micropolíticas posibles donde las fuerzas de los cuerpos se solidarizan con otros proyectos, no sólo los egocéntricos. Nuevas experiencias traerán nuevos imaginarios, nuevas maneras de hacerse humanas.

En lugar de reapropiarse del cuerpo habría que desujetarlo de sus mediaciones destructivas.

Vivencia del cuerpo

Se diría que el cuerpo se nos aparece como una manifestación pura de una o uno mismo, presencia inmediata, cuerpo-aquí y ahora; cuerpo sin mediación, esto es, que no precisa para hacerse presente del movimiento de un proceso de significación que lo aleja de sí mismo, que no encuentra en sí mismo, que lo desborda. Como por ejemplo el proceso llamado “lengua” y el nombrar. Pero, ¿es así? Decimos que el cuerpo ─mi cuerpo─ se siente; el (mi) cuerpo es sentido. ¿Quién de nosotros duda de su existencia, de lo que él (ella) es?, como si vivir en el cuerpo fuera suficiente motivo para asegurar un acceso privilegiado inmediato a su esencia o a su naturaleza única, y por tanto a su control, a sus fuerzas creativas y destructivas, a su goce o padecimientos, o a su materialidad transparente. Y si para alguna de nosotras la materialidad de lo corpóreo es en principio indubitable, algo que no causa desasosiego, lo que jamás han querido poner en cuestión, al menos hasta ahora, para otras muchas lo dudoso es que, de existir, su cuerpo sea algo propio, algo ahí. No hay inmediatez en el trato con el cuerpo: entre nosotras y nuestro cuerpo pesa la ley del sexo que minusvalora el cuerpo y sus fuerzas y finalidades, la ley jurídica, la ley religiosa y la de la lengua, que parece hablar con la voz del dominador. Es dudoso que la materialidad que asociamos con lo corporal les pertenezca a las mujeres excepto como mercancía (y por tanto regida por los intercambios del mercado y su ley, en relación de oposición con quien lo pone a la venta)[5]. Es una corporalidad que se les escapa, que las desborda. ¿Acaso pueden decidir sobre él como lo hacen con las cosas? Por ejemplo: ¿Pueden procrear o no hacerlo si esa es su decisión? En cualquier caso no es el cuerpo mismo quien toma la decisión ante la ley sino una abstracción que lo sustituye, que ocupa la función de tomar decisiones: sujeto ciudadano, sujeto de los derechos humanos, sujeto de la libertad. Pero la relación metonímica entre el cuerpo vivido (parte) y su sujeto (totalidad significante) permanece sin posibilidad de simbolización, de resolución de conflictos, en suma, como una deuda (o una violencia). La ley, que no produce efectivamente los cuerpos, produce sin duda al sujeto abstracto del cuerpo: el que le da sentido, quien por él decide. Ley de la lengua, Derecho, Constitución política, etc. Para la ley, sea cual sea, el cuerpo se realiza como lo sujetado. Y no siendo el cuerpo un sujeto sino lo sujetado (decíamos, sujetado a la ley  –biológica, jurídica, lingüística–, entre otras cosas): ¿acaso puede pertenecerle algo por derecho propio? ¿El derecho, por ejemplo, a la vida, a la felicidad, a la salud? ¿A la decisión? Tal parece que esos derechos también le pertenecen al sujeto del cuerpo, sujeto que se realiza en y por la toma de la palabra, en y por el acatamiento a la ley jurídica y a la del nombre propio siempre sexuado, y así en y por la distribución sexual y de género, en y por las interpelaciones ideológicas sufridas.

Por otro lado, conviene seguir insistiendo si antes de la interpelación hay algo originalmente ahí, indubitablemente corporal, primigenio si se quiere. Porque, ¿acaso su naturaleza material, corpórea es lo más propio de sí? ¿Su fisiología, tal vez, que es regulada –como sabemos– por normas sin sujeto? Lo sabemos porque la herencia genética que parece decidir tanto sobre lo que el cuerpo individual es, parece hacer de él no un punto de partida o una finalidad, ni siquiera un valor sino simplemente el producto de esa información sexual y genética, en todo caso un medio no un sujeto. Y como sucede con el caso de la genética, en la política, en los derechos ciudadanos, con lo relativo a los derechos al goce, etc., los cuerpos que numerosas mujeres padecen están fuera de su alcance, tanto más lejanos cuanto más obedientes a su normalización.

Ahora bien, no hay que lamentarse, hay que desobedecer: si, como decíamos, muchas mujeres en el mundo de hoy no son propietarias de sus cuerpos a nivel macropolítico todavía ni en la dimensión micropolítica[6] de los intercambios sociales, ¿cómo nos (re)apropiamos entonces de un cuerpo, de nuestro cuerpo desde siempre enajenado? Las respuestas afortunadamente no faltan; es posible escoger entre diversos programas de reapropiación. Sin embargo, este no es nuestro asunto aquí. Volvamos entonces a las maneras de decir.

Porque sin importar lo que contestemos a las anteriores interrogantes, lo cierto es que el cuerpo es más bien una experiencia. Por lo tanto ya no se dirá que hay cuerpos sino que hay, más bien, experiencias corporales. Si el cuerpo excede siempre a toda presencia como presencia ante sí, si es siempre cuerpo sujetado, la sujetación debe ser estudiada como lo que es: una acción, un acto, un acontecimiento de experiencia. Experiencia tal y como lo reporta la lengua castellana significa a la vez vivencia, experimentación, saber sobre un hacer, saber que puede enseñarse en la práctica, etc. Es así que podemos decir que el cuerpo es cruce de saberes, técnicas y ejercicios; sirve de ejemplo y es la realización de normas. Y es una experiencia tan individual como colectiva cuya mediación solo puede ser la lengua. Porque sea cual sea ese sujeto –del cuerpo– que hoy habla, es ante todo alguien que no se limita a vivir en su cuerpo sino que lo vuelve visible mediante la lengua. Cuerpo público entonces, cuerpo de la comunicación y la transmisión de saberes y de técnicas de tratamiento y manejo del mismo. Se trata de un cuerpo que en la medida en que es hablado en una lengua determinada, le es adjudicado, por la fuerza de esta última, un nombre propio, un sexo, una identidad, y por qué no, un deseo. Ninguna de estas instancias de ley (inyunciones hubiera dicho Derrida)[7]puede reducirse a las restantes; tampoco es posible prescindir de cualquiera de ellas. Pero es preciso recordar que la adjudicación puede ser desobedecida ─que no es lo contrario de la obediencia sino un ejercicio de desautomatización, o desnaturalización del significado y función adjudicados─.[8] Todo cuerpo que es afectado por su pertenencia a un Estado nacional moderno, a una lengua, a un sexo, o a una colectividad específica puede poner en cuestión la génesis natural de la pertenencia o participación, a esto se le dice desobedecer (o desove-decir). Porque si bien los individuos son efectos históricos ubicados tensionalmente entre relaciones de dominación y formas de subjetividad, entre resistencias y obediencia, pueden siempre desdecirse, esto es, decirse de otra manera que obedeciendo.

En efecto, el cuerpo sexuado, o lo que es en todo caso un cuerpo histórico, no es tanto un soporte físico de meras vivencias cuanto un ejercicio de comunicación en lo colectivo, de simbolización, de significación; una instancia para ser obediente o desobediente, privada o pública, a veces doméstica, otras más bien mediática, y otras veces incluso espectral (como un fantasma ni vivo ni muerto, interponiéndose incapaz de simbolizar cualquier binomio del tipo de dominación/subjetividad). En fin, el cuerpo se ejercita en lo social como lo hace en un gimnasio sin adecuada supervisión, hipertrofiándose o subempleándose. Como quiera que sea, hay cuerpo porque se ejercita y a través de ejercitarse de cierta manera. Y recordemos que se ejercita en las normas, en el respeto o desacato a las regulaciones, a las maneras de hacer, de decir, de sentir, de percibir, de padecer, de desobedecer: en ellas el cuerpo se conforma a lo que existe antes que él o se transforma desobedeciendo las normas y abriendo un más allá indeterminado.

Entonces: no es aventurado opinar (ya hemos pasado del mero decir a la opinión) el que cuerpo, siendo individual, es también (de cierta manera en la cual debemos reflexionar) materia de la experiencia colectiva en sentido estricto, no figurado. Y ello vale incluso para lo que defendemos como nuestro cuerpo más secreto, más íntimo: cuerpo del placer, de las necesidades –¡corporales! –, cuerpo del miedo, de la desesperanza, cuerpo del buen-amor y del mal-amor, cuerpo de la violencia. Todos estos modos de “haber” cuerpos o experiencias pasan no obstante por el lenguaje: por el símbolo, el significado y la referencia, por la metáfora y la metonimia, por la denominación. La vida del cuerpo mediada por el lenguaje es así porque la experiencia del cuerpo se transmite a otros (o se piensa para uno mismo en el nombre y el atributo, en la interjección y el lamento, esto es como experiencia atrofiada), o es experiencia que persigue el intercambio de ideas u opiniones, o también la socialización de su significado; es así en razón de que la experiencia del cuerpo está sometida –diremos en principio– a las fuerzas de la pluralidad. En este caso a la pluralidad de interpretaciones, distantes unas, afectuosas, posesivas, destructivas o amistosas (o ambas a la vez), las otras. Si se nos diera por conversar sobre él ─sin pensar en ponernos de acuerdo, sino simplemente pensando en compartir nuestras opiniones─ quizás notaríamos las diferencias de estas últimas al momento de predicar algo con sentido, es decir de atribuir algo al cuerpo que nos sostiene. Atribución gobernada por el sentido común cuando éste es entendido como la normativización de los significados, además de las maneras institucionales (normalización) mediante las cuales esos significados determinados de las cosas se nos vuelven materia común y sobre todo como toda normalización indica, materia obligada para el intercambio verbal.

A pesar de la uniformidad conseguida por las fuerzas normalizadoras de la institución (pedagógica, moral, informativa, política), el cuerpo siempre parece manifestar algo más de lo que hemos dicho; hay casi siempre una suerte de suplemento con el cual trabaja el o la poeta, una especie de fuerza que escapa al vocabulario, a la gimnasia cultural y a las buenas costumbres, a las maneras de mesa y de lecho, a los modos del hacer y del entender del llamado sentido común[9] y que sólo la poesía y su particular fuerza estético-performativa (en este sentido, cualquier actividad creadora) está en capacidad de convocar. Convocación mediada en este caso por la imaginación; simbolizada, emblematizada, virtualizada: esto es, innumerables veces significada y por ello con vocación de poeta.

Notemos entonces que lejos de la naturalidad supuesta con la que hablamos sobre el cuerpo y lo percibimos en nosotro(a)s mismo(a)s, no parece haber presencia inmediata sino mediada. Mediada por las diferencias de género (que el paréntesis anterior ha intentado manifestar), de las lenguas nacionales o maternas y por la historia que son las mediaciones ordinarias de la experiencia. Lengua equivale a retórica e historia a algo más que mera temporalidad y duración. En relación con la retórica: ¿Acaso el que percibe y como lo percibe no es lo que llamamos cuerpo; acaso esto no es la peor de las metonimias? Nombrar una causa por sus efectos o inventar una causa cuando lo que existe es puro efecto o nombrar un gestor por lo que gestiona o agencia, etc., ¿no es esto suficiente para temer que el cuerpo lejos de ser una unidad originaria de la percepción es, más bien, un haz de percepciones y nombres que llamamos cuerpo? En otros términos, el cuerpo jamás es presencia sin mediación y nos conviene preguntarnos por la fuerza de pronunciamiento de estas mediaciones.

El sentido común nos aconseja o persuade respecto a que el cuerpo es una unidad: un lugar y un tiempo, una duración con identidad propia. Convendrá más bien anteponer la idea de un cuerpo que es la ocasión (momento kairológico) del cruce entre tensiones de la significación: individuo/colectividad, masculino/femenino, viejo/joven, etc. O en movimiento/en reposo, obediente/desobediente, etc. En este último sentido diremos más allá del sentido común que los cuerpos accionan y resuenan en otras acciones (se repiten), son, pues, la ocasión (espacio-temporal-histórica) de transacciones. Acciones que atraviesan las fronteras entre unidades perceptivas o de sentido, unidades normalizadoras, simbolizadas como el cuerpo femenino mediante la religión, las prácticas matrimoniales, la moral, y hoy afortunadamente, también por las políticas críticas, desobedientes y en resistencia.

Para terminar diremos que no hay nunca presencia al sentido y a los sentidos sin mediación, ni siquiera presencia privilegiada, cercana, íntima, sin fisuras consigo mismos, de los cuerpos. Esta mediación principalmente lingüística, y además política, sexual, social, colectiva, religiosa, mediática o cualquier otra que la época contemporánea nos impone, precisa del auxilio de la estructura inconsciente para interpelar a esos cuerpos que decimos ser. En este sentido el cuerpo en el que deseemos habitar, es decir que construimos de otra manera que mediante la obediencia, deberá primero ejercitarse en un discurso emancipador de sí que, con seguridad deberá empezar, como este ensayo, contando con lazos inéditos de solidaridad.

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Notas

* Este ensayo fue publicado por primera vez en el libro Alteridad y exclusiones. Vocabulario para el debate social y político. Martínez de la Escalera, Ana María y Erika Lindig (coordinadoras), Ciudad de México, Unam/Juan Pablos, 2013.

[1] ¿Dónde comienza y dónde acaba la competencia pública y la competencia de la esfera privada?

[2] En estos procedimientos acríticos de argumentación, el discurso hegemónico ha sido el de las académicas y activistas norteamericanas. El sentido de los mismos está ligado a su historia peculiar pero también a las formas de control sobre su globalización o internacionalización. Habrá que tener esto presente para la crítica.

[3] Para la distinción entre lo jurídico-político y lo histórico-social se puede recurrir a Michel Foucault, op.cit., pp. 15-30 y contrastarlo con Cornelius Castoriadis, Ciudadanos sin brújula (México: Coyoacán,2002), pp. 11-28, y Sujeto y verdad en el mundo histórico-social (Buenos Aires: FCE, 2004), pp.15-36, 243-270. Para este ensayo que nos ocupa, lo histórico-social es una categoría sumamente atrayente en la medida en que se manifiesta mediante testimonios y saberes de la gente antes que a través de documentos y de archivos. Es una dimensión de la memoria de la experiencia y la tradición de las oprimidas a la que tenemos que atender y escuchar con cuidado y responsabilidad hacia su fuerza de alteridad. Sería desde todo punto de vista preocupante que en el activismo de las mujeres se implantaran por la fuerza modelos de tratamiento de problemas o modelos procesuales para la reflexión e intercambio de argumentos por el sólo hecho de proceder de la academia “occidental”. Este tipo de prácticas de reducción del Otro(a) al modelo hegemónico debería acabar. A este respecto ver Sylvia Marcos y Marguerite Weller (ed.), Diálogo y Diferencia. Retos feministas a la globalización (México: UNAM, 2008), pp. 57-96, 283-318.

[4] Para la noción de imaginarios sociales referirse a Cornelius Castoriadis, Ciudadanos sin brújula, op.cit.

[5] Aún si ellas mismas son quien vende.

[6] Ver Gilles Deleuze y Claire Parnet. Diálogos. Valencia: Pretextos

[7] Derrida Jacques, Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo de duelo y la nueva internacional, Valladolid, Trotta, 1995:15-62.

[8] Butler Judith, Cuerpos que importan, Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”, Buenos Aires, 2002.

[9] El sentido común es un producto histórico-social complejo de fuerzas varias y del trabajo soterrado de varias instituciones: familia, pedagogías diversas, prácticas y teóricas, la moral, etc.)

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