El traje de Artemisa. Un cuento sobre viajes espaciales
La tenían en el hospital e intentaban sacarla de un profundo letargo. Mercedes Vidal-Alor era una mujer madura de cabello castaño hasta el hombro; su nuca y espalda estaban rígidas y enrojecidas por las marcas de los electrodos. Muy cerca, cuidadosamente dispuesto sobre la única mesa en la habitación, se encontraba su asistente de voz cuyo timbre metálico repetía a intervalos el mismo mensaje que le recomendaba respirar hondo, porque ya todo había terminado.
Su hermana Celia le llevó, aunque deseando no haberlo hecho, el pequeño altavoz negro en forma de gota, porque siempre había respondido hasta a la más compleja de las peticiones que su hermana mayor pudiera tener. Pese a sentirse aturdida por todo lo que pasó, creía que el sonsonete familiar del aparato ayudaría en su recuperación y que pronto le pediría llevarla de vuelta a casa, donde hasta la intensidad de la luz y el termostato se ajustaban con sólo mencionarlo en voz alta.
No tenía mucho de haber llegado a cuidados intensivos; la habían estabilizado, pero seguía en un estado físico y mental alarmante.
Mercedes tenía puesto el imponente traje de astronauta y estaba conectada al simulador cuando Celia la encontró inconsciente sobre el piso del sótano.
La vorágine que finalmente afectó la salud de esta disciplinada ingeniera espacial comenzó con las interminables horas y el esfuerzo extenuante necesarios para llevar a cabo los cálculos y mediciones requeridos para que las mujeres astronautas estuvieran protegidas de los elementos durante su primera misión a la Luna. ¿Cómo no apoyarse en simuladores operados por inteligencias artificiales para acelerar los preparativos del viaje inaugural? La alegría era mayúscula; sin embargo, el equipo tuvo mucha presión sobre la entrega de resultados debido a que los trajes espaciales no se habían rediseñado desde los años ochenta.
A Mercedes le asignaron la experimentación con los prototipos más recientes que debían proteger al astronauta de las condiciones extremas durante una exploración en la superficie de la Luna, por lo que tuvo que comprobar la duración y resistencia del blindaje térmico del nuevo traje espacial. Para las pruebas se le entregó una escafandra presurizada en un tono azul cerúleo que reemplazó al clásico blanco polar; también tenía unas delicadas franjas del color del sol que le daban un brillo, pocas veces visto, de coloración celeste platinada. El casco de burbuja se mantuvo igual al anterior, salvo por ínfimas modificaciones —seguiría reflejando la inmensidad del universo sobre su característica redondez en oposición a la faz humana que viajara en su interior—; también recibió las nuevas botas confeccionadas para soportar las infames temperaturas que prevalecían en la mayor parte del terreno rocoso lunar.
Vestirse con el traje tomaba tiempo y fue parte de la recreación de escenarios espaciales previos a la misión Artemisa III, prevista para 2035. Mercedes siguió un riguroso plan y cada tercer día realizó pruebas con la ayuda del simulador portátil con que monitoreaba el suministro de oxígeno y agua hacia el interior del nuevo diseño.
El simulador tenía que registrar los resultados en la bitácora electrónica del departamento de investigación espacial. Durante cada prueba, Mercedes usaba el asistente de voz para iniciar la recolección de datos de la actividad neuronal y signos vitales, mediante redes neuronales artificiales conectadas a su cabeza y espalda. El propósito del traje era evitar una excesiva fatiga y disminuir la propensión a un daño pulmonar irreversible, para lo cual se recomendaba usar un gas de fabricación controlada que ayudaría a conseguir mediciones de manera inmediata y efectiva.
Tratando de no alargar los tiempos de monitoreo por los trayectos de ida y vuelta, los simulacros los realizaba en el amplio sótano de la casa donde vivía con su hermana menor. Al inicio de cada viaje de prueba se escuchaba la voz que salía de la bocina del simulador, su única compañía, porque trabajaba en soledad —y hasta la enajenación— con el objetivo de comprobar que todo funcionara correctamente con el traje destinado a la tripulación femenina, y para evitar posibles amenazas a su supervivencia durante la próxima misión.
La máquina simuladora almacenaba la actividad del traje y de la mente de quien lo vestía, y usaba tal información para crear majestuosas imágenes que proyectaba sobre el cristal impoluto del casco. Cada viaje consistió en una intensa experiencia de colores y sonidos —escenas celestes que había captado un conocido y potente telescopio espacial— que la máquina hacía reverberar en el cuerpo de Mercedes a través de los electrodos que la mantenían unida al cerebro del simulador.
La recreación de esos escenarios la hizo flotar en el vasto y revuelto universo; en ocasiones el simulador ajustó los niveles para que llegara más allá de la Nube de Magallanes, donde la envolvió entre enormes torres de polvo y gas de un cosmos irreal construido sólo para Mercedes. En la prueba también se experimentó con la tensión causada por temblores y temperaturas simulados, así como con las condiciones alrededor de los «Pilares de la creación» y las «alas de mariposa» de la nebulosa planetaria NGC 6302, que en la vida real son columnas muy altas de gas caliente y nitrógeno de color rojo.
Mercedes continuó ensayando con múltiples atmósferas, en compañía del peculiar ronroneo de la voz que la asistía y la llevaba al clímax después de experimentar la espectacular belleza de cada una de ellas. Varias veces despertó con el traje puesto y el ruido del simulador ingresando nuevas estadísticas, sin que tuviera control sobre ciertas funciones que la máquina desempeñaba de manera independiente.
Debido a su responsabilidad como parte del proyecto espacial, la ingeniera Vidal-Alor contaba con amplios conocimientos sobre la aplicación de nuevas tecnologías y no le preocupaban los peligros de una dependencia tecnológica; así, dejó en las manos del simulador las decisiones relacionadas con su propia seguridad a lo largo de las pruebas físicas, mismas que duraban varias horas.
De forma consciente aprobó que la tecnología, dentro de la máquina simuladora, se encargara de establecer los parámetros de peligrosidad a los que ella se veía expuesta. Entre más presión recibía por reportar el avance de las simulaciones, menos se detenía a pensar sobre posibles daños a su integridad física. Mercedes nunca trató con sospecha a los asistentes de voz especializados y le parecían exageradas las críticas que hacían otros usuarios, sobre el uso de simuladores conectados al cuerpo del investigador. Ella respondía a sus comentarios apuntando que “es imposible disminuir el ritmo de las pruebas, por lo que a todos debería motivarles el mismo objetivo de acelerar los estudios que beneficiarán la seguridad futura de los viajes al espacio”.
Durante las cenas en su casa, le platicaba a Celia sobre la sensación de estar suspendida en el paisaje espacial. Al principio, su hermana menor la escuchó emocionada, pero al cabo de algunas semanas empezó a preocuparse porque veía cambios en su actitud, siempre cariñosa y en calma; Mercedes se volvió irritable e impaciente, y dormía muy poco. Su compromiso con el proyecto se transformó en un deseo irrefrenable por aislarse en el sótano, de donde casi no salía; ese drástico cambio incrementó su desinterés por todo aquello que no fueran pruebas para la misión al espacio exterior.
Mercedes nunca pudo desprenderse de la fascinación por la tecnología de reconocimiento de voz y simulación, y por sus alcances; para ella fue más sencillo evitar poner atención en la vulnerabilidad del usuario ante fallas en el sistema o frente a ciertas acciones “espontáneas” que algunos asistentes especializados y simuladores podían realizar como si realmente fueran órdenes que tenían que cumplir.
La última vez que estuvo en el simulador se sumergió en un nuevo escenario cósmico, propuesto por la máquina, en el que enfrentó elementos más agresivos para el ser humano, en situaciones violentísimas como las tormentas espaciales y las «llamaradas solares» o «serpientes de fuego»: nomenclatura conocida para las tormentas geomagnéticas localizadas en regiones inestables o puntos negros dentro del sol.
Aunado al aumento en la intensidad de los riesgos dentro de cada prueba, Mercedes permitió que el gas especial le fuera suministrado bajo la estricta fiscalización del altavoz inteligente y el cerebro de la máquina simuladora; igualmente, su hermana menor notó que la inteligencia artificial que operaba la vida útil de esos aparatos, se encargaba también de sus finanzas. El asistente de voz tenía acceso ilimitado a sus datos personales, lo que ponía nerviosa a Celia por temor a una posible suplantación de identidad digital; pero para Mercedes delegar estas tareas era “un ejemplo perfecto de practicidad y progreso tecnológico a través de un complejo mecanismo de reconocimiento de voz y procesamiento de patrones…”.
El terrible accidente que descontroló la mente y el cuerpo de Mercedes, sucedió cuando un supuesto error de la máquina —según el reporte de la oficina de gobierno encargada de revisar los hechos en que tuvo lugar la intoxicación de la investigadora— permitió la entrada de una cantidad mayor del gas recomendado, y al parecer ella, sumida por completo en el viaje virtual, no pudo pedir ayuda o apretar el botón de emergencia al momento en que el gas empezó a asfixiarla. Cuando Celia y los paramédicos llegaron, todo seguía en silencio, con las luces e imágenes del simulador apagadas.
A la entrada de su cuarto de hospital, en un pizarrón de corcho, el parte médico tenía anotaciones inquietantes sobre la salud de Mercedes: debilidad muscular, actividad cerebral mínima y anormal, hidratación inferior a la norma, frecuencia cardíaca irregular, movimientos involuntarios y estado catatónico. Posible diagnóstico: envenenamiento por gas desconocido.
“Mercedes necesitará reposo absoluto porque su mente enfrentó una especie de congestión cerebral”, le había expuesto el doctor a Celia durante su visita matutina. A ella le preocupaba que, dejando de lado los síntomas físicos, todo parecía indicar que el gas introducido en su organismo le estaba succionando la vida y la mantenía aletargada, aunque en su rostro tuviera una expresión extrañamente feliz.
La familia Vidal-Alor adoraba a los astronautas y Mercedes había trabajado con los mejores, pero el proyecto del traje acabó provocando más miedo e incertidumbre que respeto.
Sus días en el hospital se empezaban a acumular en el calendario; Celia se daba cuenta de que seguía sin valerse por sí misma, al punto que era difícil saber si le estaba susurrando quedamente al altavoz, o bien, si sus pocas y débiles reacciones físicas las creaba la inteligencia artificial que gobernaba al dispositivo de voz de acuerdo con la programación aprobada por Mercedes para las “pruebas” del traje. Celia temía que fuera el asistente especializado, o alguien con credenciales suficientes para cambiar la configuración, el responsable de bloquear los estímulos neurológicos de respuesta de su hermana mayor. Le generaba enorme desconfianza saber que el empleador y la máquina contaban con un profundo conocimiento de cada célula y neurona del cuerpo de Mercedes.
Durante horas de la madrugada e interrumpiendo abruptamente el poco descanso que Celia lograba tener en el sillón reclinable del hospital, el altavoz prorrumpía con una serie de mensajes cortos e inconexos, proferidos siempre con el volumen más alto. Ante el estupor de las enfermeras, la arenga se repetía por varios minutos y los latidos de Mercedes parecían activarse disparando las alarmas de los monitores; entonces, la paciente mostraba actividad neuronal en respuesta a la consigna pronunciada por la voz asistida, pero regresaba de inmediato al mismo estado de inquieto reposo, sin mostrar signos de que fuera a salir de su condición vegetativa.
—¿Meche, hermanita, me escuchas? ¿Por qué no apagamos esa cosa? Necesitas descansar.
Después de varios meses sin mejoría, Celia decidió desconectar el aparato por completo con la esperanza de entender por qué su hermana quedó tan afectada por la simulación espacial y ya no era capaz de responder a ningún estímulo externo, exceptuando la voz metalizada del dispositivo artificial. No creía lo que estaba presenciando: el altavoz había tomado control sobre la vida de Mercedes; ¿cómo era posible quedarse atrapada en el plano virtual sin que hubiera ideado una forma de protegerse a sí misma en caso de que la máquina fallara?
Como en algunos otros casos de envenenamiento por gas, en los que no se sabía a ciencia cierta cuál sería el daño cerebral de la persona, lo que le pasó a Mercedes se fue quedando en el misterio y su mente se estancó en una especie de abismo insondable en que desapareció su última conexión con el mundo real.
El anuncio de la continuación del programa gubernamental de pruebas llegó muy rápido a oídos de Celia, a quien le costó mucho trabajo contactar al empleador de Mercedes para reabrir la investigación sobre el accidente; toda gestión fue quedando en un limbo administrativo sin que ella pudiera hacer nada por la vía legal. En respuesta al silencio corporativo y del gobierno, ella comenzó a buscar el apoyo de organizaciones no gubernamentales (ONGs) que le ayudaron a conseguir de regreso la atención de la prensa hacia el accidente y el estado de salud de su hermana.
La búsqueda de respuestas ocupó sus noches de vigilia en el hospital; Celia utilizaba las redes y blogs para dialogar con otras personas igualmente interesadas en discutir sobre la responsabilidad corporativa y gubernamental en situaciones límite que involucraban el uso o control de las inteligencias artificiales (IAs) a manos de corporativos, prestadores de servicios y/o sistemas a los que, por lo general, no se les podía fincar compromiso material o ético alguno, por la sola razón de fungir como dueños o administradores de mundos virtuales que se utilizaban con fines de investigación, entretenimiento o lucro.
Hizo acto de presencia en múltiples foros como asistente y speaker para dejar en claro los riesgos que los usuarios enfrentaban al utilizar soporte por IA, por el Metaverso y por otras construcciones que estaban copiando la realidad y promovían la utilización, sin límites ni reglas claras, de las funciones inteligentes de las máquinas y dispositivos de reconocimiento de voz, sin tener ningún plan transparente sobre parámetros de seguridad personal, digital y sobre integridad de datos.
Los resultados de sus investigaciones y pláticas con otros usuarios, exempleados e ingenieros de datos y programadores, resultaron en una enorme carpeta digital que demostraba el sorprendente crecimiento de las IAs aplicadas y los múltiples casos, como el de Mercedes, en que los usuarios sufrieron a manos de habilidosos personajes, quienes han hecho carrera distorsionando la realidad y los datos duros relacionados con la verdadera función de las aplicaciones, las cuales recogen importantes datos personales y de comportamiento para ser procesados, vendidos y, en muchos casos, alterados mediante el eficiente y veloz trabajo que han realizado las inteligencias artificiales generativas.
De regreso a la realidad y en un acto simultáneo de lucha por ganar espacios de difusión y análisis profundo del tema ético y de seguridad digital, Celia no cesó de cuidar el sueño de Mercedes, no obstante teniendo que aceptar la presencia del asistente de voz, ese fiel compañero y extraño accesorio de vida, que se mantuvo como el único puente que provocaba sutiles cambios en la actividad cerebral de su hermana mayor. Por desgracia, sólo con la intervención de la máquina, Mercedes se reconectaba temporalmente con Celia al apretarle ligeramente la mano o al mover sus labios de manera casi imperceptible —quizá— enviando señales desde algún lugar inexplorado donde ahora se alojaba su mente.