Giovanni di Recchio: cuento corto de un fantasma florentino
Soy el alma de los florentinos, el espíritu que vaga entre el Arno y la catedral. Un muerto, ahogado en lo más profundo del río. Cuando surjo por la mañana, me hago de piedra, luego de bronce: enverdezco. Regreso al agua al anochecer para volver a empezar. Regreso en dos y en tres. En piezas. Regreso sin mente y sin cuerpo. Temo por la cordura de mi alma más que por mi imposible conciencia.
La primera vez que surgí del lago, llovía. Las gruesas gotas se unieron a mis lágrimas, igual de gruesas, igual de cálidas sobre mi fría piel; agridulces, como el café florentino que solía beber mientras dejaba que la brisa veraniega rompiera contra mi rostro por las mañanas.
Me embarga el dolor, el desasosiego de la pérdida propia del ser. Cuando miro las flores, recuerdo, no sé por qué: los domingos en la iglesia, las flautas que sonaban en la plaza, la humedad catédrica y los cánticos al Dios que me abandonó bajo un cielo sumergido en las tinieblas.
Era de noche cuando morí, noche de carnaval. Las estrellas brillaban sobre nosotros mientras bailábamos, quemando bienes en la hoguera de las vanidades. Para Tomasso fue un anillo de oro veneciano, para mí, un libro de lo más inmoral sobre conversaciones paganas que compré en París entre el frenesí del ocio y la exitación. Siempre que recuerdo aquella noche de febrero, mis labios se contraen, mis ojos se entornan mirando al cielo y puedo sentir las brazas debajo de mi nariz una vez más. Entonces mi naso, antes adormecido, despierta. Y me pregunto si fue el fuego convocado a forjar mi destinocon el agua. ¿Por qué no una muerte más decorosa? ¿Por qué permitir que me hundiese hasta lo más profundo? ¿No pudo haberme enviado lejos? ¿Zarpádome junto a las impasibles aguas del río?
He pensado en salir hacia Nápoles, pero, mis pies se plantan en el suelo cuando llego al puerto y no puedo escapar. Lo planeé desde antes, cuando seguía vivo y añoraba regresar a la casa de mi padre, un pescador honrado, hombre ejemplar carcomido por la herida palpitante que se hizo en el índice una mañana de pascua. Antes no lo sabía, pero mientras daba una de mis rutinarias procesiones en algún sueño reciente, logré escuchar en lo lejano a un joven sentado frente a una fuente que leía en voz alta: “Las pequeñas heridas pueden llegar a la necrosis si no se cuidan adecuadamente. La bacteria es corrosiva y hasta letal”.
Algo tan simple como un libro de medicina me ayudó a comprender, a nombrar al asesino de mi padre; sin embargo, el término exacto que usó ya lo he olvidado, y aquel rostro jovial se esfumó como mi anhelo de huir.
Me pregunto si la muerte nos ata a la eterna rememoración sentimental sin el verdadero recuerdo de lo aparente. Siempre que paseo por los rincones de mi memoria para ver los rostros familiares, que día a día daba por sentado, las facciones se distorsionan. Es mejor olvidar. Desearía decir que es fácil, pero no lo es. Abstenerse de pensar en el pasado para seguir la trayectoria del presente es desconcertante, no solo porque sé que el ahora es de todos, menos mío, sino porque al observar a la gente que pasa alegre, cansada o triste, así como el eco de lamentos y protestas, el estruendoso resonar de las siluetas del ayer me rompe las reminiscencias de mis tímpanos podridos, carcomidos por el tiempo. Me agota la misma decadencia.
Me asusta pensar que soy el único cuerdo en esta irrealidad absurda. No sé si es el purgatorio, el cielo o el infierno, porque aunque el tiempo corra más aprisa, corre. La omniscencia, pienso, tampoco es una opción, pues no puedo despertar y todo cambia: los aromas, las posturas y la gente. Creo que los colores han cambiado, incluso cuando el cielo es el mismo. Aquella luminosidad me ciega, su oscuridad me inunda de desasosiego; el incambiable frío me corroe desde dentro. Sí, existe la dualidad. A veces es blanco, a veces negro, a veces ambos.
Añoro despertar con el canto de los canarios en mi tibia cama y besar los labios de Carmina; sus pestañas, su frente, su cabellera dorada; recorrer con mis dedos su bianca tez. Desde el cuello hasta los pies. Tan tersa, tan pulcra. Volver a subir con sutileza, pero degustando con mi nariz su perfume natural. Inocente aunque maduro. Inspirarlo todo: su sudor como el rocío de las flores, el aroma de sus senos y el sutil tufo de cebo que desprende su cabellera de oro. Desmontar su pulcritud con un suspiro, implorando por su amor, diciendo “io t’amo, bella mia, senza ragione e con ragione, dal mare alle stelle. Sempre”. Tomar sus manos igual de pálidas, jurar que nos casaremos delante del padre Satorio, bajo la cúpula de la catedral; que le daré un vestido con bellísimas estolas e hilo de oro, que viajaremos por el mar hasta el Vaticano para consumar nuestro amor frente al Papa. Y que ascenderemos como palomas al lugar de eterno reposo bajo el manto de Dios. Todo aquello prometí entre besos que parecían eternos y pequeñas caricias, pero nada cumplí. No es para mi sorpesa que haya contraído nupcias con Tomasso dos lunas después de mi muerte…
Cuando tomo las flores entre mis manos y cierro los ojos, pongome a pensar si lloró con odio o desdén, o si simplemente lloró; si pidió por mi alma. Al menos, yo pido por la suya.“In bocca al lupo, amore mio”,le susurré cada noche hasta el día de su muerte. Sonreía, lo noté más de una vez, mas ella a mí no.
Con el tiempo advertí que la gente se toca el cuello cada vez que camino cerca. ¿Es acaso este efecto el colinde de almas? ¿Y si no surjo esta vez? ¿Si duermo hasta la eternidad?, ¿podré soñar con il mio amore hasta que los sueños se me acaben?
Desearía saber la respuesta a mis preguntas. Me oxida pensar y sentir. Mañana no surgiré, lo he decidido. Puedo ser el fantasma de los florentinos sin vagar con un rumbo en mente: cambiante pero estático, por la tierra de los artistas, de los pensadores, de los amantes y asesinos. Dormiré en lo profundo hasta que me reemplace otro Giovanni di Recchio. Y, quién sabe. Quizá sea yo mismo.