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Geosequía. Un relato apocalíptico

Geosequía. Un relato apocalíptico

En el año 2035 los huracanes más desastrosos comenzaron a ocurrir en el mundo. El agua de cada playa sobre la Tierra se calentó tanto que ningún humano pudo volver a bañarse en ellas. Luego, llegó la mortandad; primero, los corales se convirtieron en cadáveres blancos. Después, los cuerpos de todas las especies conocidas de peces comenzaron a morir. Cada león marino y cada ballena de cualquier parte del globo terráqueo desapareció. Para las zonas costeras el olor a putrefacción fue una condena muy difícil de sobrellevar. 

Por ejemplo, Acapulco, el puerto donde yo nací, se convirtió en algo tan sombrío y maloliente que cualquier morgue hubiese sido un lugar más agradable. El mar en realidad estaba vomitando cuerpos en descomposición. Las moscas parecían la única especie a la que la vida le sonreía. Había tantas volando por todas partes que a lo lejos se veían como los pixeles de un cuerpo enorme y denso que cubría el brillo de lo que alguna vez fueron hermosas puestas de sol. Había gusanos cayendo de los cielos, queresas recién nacidas y echadas al viento por sus madres, pequeños huevecillos que aterrizaban sobre y dentro de cualquier superficie: la piel, la comida, los labios. 

Fue un problema enorme para los gobiernos librar a la arena de tanta repulsión; con excavadoras levantaban de las playas los cuerpos o pedazos de ellos, y los apilaban formando altísimas montañas de carne en descomposición. Los perros y gatos vagabundos se daban festines de ensueño, mientras todos los hoteles se convertían en locales abandonados y saqueados. El turismo en nuestra ciudad desapareció en unos meses.

El agua de los océanos se percibía enojada, hastiada de tanto maltrato humano. Las naciones del mundo pactaron acuerdos para sobrellevar la catástrofe. “Estamos ante la realidad del cambio climático, nunca imaginamos su crudeza”.

Es 2050; ya somos pocos quienes quedamos con vida. Ni la vida ni el transporte en el mar existen. El agua marina ahora es tan ácida que deshace cualquier material, incluso la madera o el metal del que están hechos los barcos. Llueve todos los días, y la lluvia arde en la piel y quema todo lo que toca. Por alguna razón, sólo las palmeras de los desiertos y de las zonas tropicales están en pie; toda la flora del planeta se ha extinguido. La temperatura en la que vivimos es siempre de más de 60 grados en la sombra. No existe más la nieve ni el invierno; el planeta está en un constante verano. Tomamos agua que viene de pozos hondísimos que se han cavado sin maquinaria; ya no dependemos del petróleo porque la humanidad ya no lo puede extraer. Se han ido disolviendo los gobiernos de cada país. Ya no hay democracias ni dictaduras, ni presidentes o reyes. Somos ciudadanos de un solo gobierno: el “Ending stableshmen”. La población mundial se estima en medio millón de habitantes. Ya nadie usa ropa. Ya no hay celulares ni supermercados. Lo que queda del internet es de uso exclusivo de las élites. Vemos el noticiero como único programa de televisión mundial que se transmite usando el cielo como pantalla; poco a poco, el único idioma que se va hablando es el inglés; sin embargo, casi nunca se escuchan voces; hablar es gastar saliva. Los  niños que han nacido en este cautiverio están creciendo como mudos. 

Estoy seguro de que he olvidado cómo nadar; ahora me parecería irreal la idea de una piscina; simplemente imposible reunir tanta agua para el deleite de pocos en una casa o de muchos en un balneario. Todos los meses es ley que se nos corte el cabello; somos un mundo de humanos calvos. Nadie va a la escuela. No hay profesiones ni trabajos que estén vigentes; la medicina y todas las ciencias han quedado obsoletas e inaplicables. Aquí la vida se abre paso y se sostiene por la gracia de su propia obstinación; la raza humana es una mancha difícil de erradicar. 

A los sobrevivientes se nos ha concentrado en el continente africano. Nunca más volveré a México, porque sólo nadando se podría llegar. Nadie dura 5 minutos en el agua de cualquier mar sin sentir cómo su cuerpo se disuelve como lo hacían los hielos en los refrescos de los 90s.

A las embarazadas las dejan parir a su suerte; no hay controles prenatales ni asistencia que no sea sólo la de las mujeres que se asumen como parteras. Parece que la idea del gobierno único es que la raza prevalezca, que sigan los nacimientos, aunque los bebés se mueran casi de inmediato o las madres al dar a luz. Algún porcentaje será al que le saldrán “las cosas bien”. Entre los sobrevivientes rumoreamos que seguro la élite está alojada en otros planetas; esa porción mínima de humanos que acumularon la mayor cantidad de poder y compraron la tecnología para escapar de un mundo que usaron como letrina. Hay muchas enfermedades en la piel y en los ojos. También los dientes se nos caen. Comemos sales y tierra, cortezas de palmeras y uno que otro bicho que logramos encontrar. Tomamos agua 2 veces al día, por la mañana y la noche; hay que formarse en largas filas para que los soldados que cuidan los pozos nos regalen una ración de agua, menos de un vaso, que nos dan por medio de una manguera de la que succionamos todos. También tomamos nuestra orina; tenemos un contenedor muy grande, un orinadero común. Una vez a la semana los soldados hierven los orines, les ponen un tipo de endulzante y también nos lo suministran por mangueras. Es como tomar un refresco caliente.  

El oro dejó de tener valor; no hay monedas, ni objetos de cambio. La violencia a veces se sale de control; la gente enloquece al ver morir a sus seres queridos llenos de gusanos o de enfermedades dolorosísimas. Si alguien pierde los cabales y daña a un prójimo, el castigo es ser lanzado al mar; los soldados no escuchan disculpas ni lloriqueos. Están fuertemente armados y también muy saludables, mientras “nosotros” cargamos en nuestra espalda a la muerte. Nuestros semblantes son terribles, desahuciados, desquiciados, hasta en los niños. Las moscas siguen siendo las únicas victoriosas. No recuerdo cómo se escucha una carcajada. 

Las mujeres que dan a luz amamantan también a los soldados; ellos se pegan a sus pechos como si fueran bebés porque saben que la leche materna es lo único líquido que queda en la Tierra que contenga nutrientes. Nadie que no sea un soldado o un recién nacido puede tomar del seno de una mujer. El trabajo más antiguo del mundo ya no existe; aquí no tiene lugar vender el cuerpo ni las caricias. Tener relaciones ya no es reconfortante ni deseable; todo apesta; las mujeres y los hombres están cubiertos de costras de mugre. Nadie se baña desde hace por lo menos 5 años. Hacer el amor ya no existe; el amor de pareja es más parecido a ser 2 ánimas que penan juntas. Nadie abusa sexualmente de nadie porque el asco, por primera vez, es más grande que el deseo. 

Sé que moriré; he deseado morirme desde que vi irse a mi esposa en otro avión para llevarla a alguna otra concentración regada por el África; supe que nunca más la volvería a ver. Se fue en ese avión militar junto con otras mujeres y yo viajé junto a otros hombres que también lloraban la misma desgracia. Aquellos eran los primeros años del “cambio” y se pensaba que era mejor separarnos por géneros. En realidad, no sé si mi Beatriz esté viva. No he dejado de pensarla ni en los momentos más terribles de este Apocalipsis; le haría el amor, aunque su piel estuviera hecha un carbón de tanta suciedad. 

No lloramos porque eso deshidrata, pero en realidad siempre lo hacemos; es como si nuestro llanto fuera seco; se volvió así. En el noticiero anunciaron que sigue sin haber esperanza de que el mundo vuelva a ser como lo conocimos. Que la muerte y la sed se han instaurado como verdadero régimen.  

Anoche soñé con la Navidad en que mi tío Luis se bañó con sidra. Había tanta comida y tanto que beber en la mesa. Vi en ese sueño cómo el vino empapaba en cámara lenta el cabello del tío Luis, cómo descendían “las cascadas de vino tinto” por su rostro, y luego los caudales se convertían en gotas que desbordaban sus mejillas para terminar aterrizando en su camisa blanca. Habré tenido unos 7 años. Estaba de moda Michael Jackson. El sueño terminó porque un dolor agudo atravesó mi ojo izquierdo. Desperté por la intensidad de la sensación.

Estoy seguro; dentro de poco me quedaré totalmente ciego. Soy un anciano que ha soportado las inclemencias de lo que parece el fin de los tiempos. Ya casi llega el sol al punto justo donde no puedo ver mi sombra sobre esta tierra cuarteada y seca como piel. No tiene caso seguir aquí; el tumor en mi ojo es torturante. 

Camino hacia el mar, el mar del antiguo Golfo de Adén. El agua está burbujeando, hierve a esta hora. La arena que rodea el escenario del final de mis respiraciones es totalmente negra y ardiente como si pisara un fogón. No tengo uñas en los pies; mis dedos están llenos de llagas y con venas saltonas como si estuvieran a punto de reventar. Me pregunto cómo se verá mi cara; hace tanto que no me encuentro con mi reflejo. 

Estoy a punto de olvidarlo todo. Esta vez siento la humedad de mis lágrimas cubriendo mi rostro; las primeras gotas de mi sudor se encuentran con el mar; siento como si mil cuchillos se enterraran en mis piernas, después en mis entrañas. El dolor desaparece; mis ojos ven con mucha claridad; Beatriz está frente a mí; es lo más hermoso que he visto en décadas. Toma mi mano; sus labios están sobre los míos; cantamos aquella canción de nuestra boda. Todo es tan refrescante. Oscuridad…

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About The Author

Verónica Zárate Rosales

Acapulco, Guerrero. Politóloga y poeta. Tiene diversas publicaciones en medios digitales e impresos, como la antología “Cuentos abismales” (2019) del Sindicato de Trabajadores de la UNAM. Es tallerista en comunidades rurales impartiendo clases sobre escritura creativa.

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