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Jigoku. Un cuento sobre Hiroshima

Jigoku. Un cuento sobre Hiroshima

“A las 8:14 era un día soleado, a las 8:15 era un infierno”

Kathleen Sullivan

Ya se fue, llegaré tarde… bueno, espera, espera al siguiente tranvía en lo que ella llega; mientras, vamos a repasar, sí, sí, sí. Respira, a ver, comienza diciéndole: “hola, me llamo Izanagi, te vi ayer también en el tranvía y se te cayó esto”, ¿qué le darás? No tengo idea, revisaré la mochila, no sé qué traigo, sigue. “Mucho gusto. Muchas gracias, tienes un nombre precioso, ¿puedo decirte así? ¿Se escribe así? Sí, voy a la escuela, Oh, tú también, ¿a qué colegio asistes? Oh, ya veo, queda un poco lejos del mío. Medicina ¿y tú? Está complicada la situación, quisiera que pronto se acabara esto. Oh, ya veo, sí, mis padres igual tienen miedo… no, no, mi madre se queda en casa y mi padre atiende un restaurante, debería llevarte un día, sirven una comida excelente. ¿Y los tuyos? Vaya, no me lo imaginaba, lo siento mucho, ¿con quién vives entonces? Perdón si soy entrometido, estoy muy nervioso; sinceramente, no se me da mucho el hablar; te había visto varias veces pero…”, aquí viene el tranvía. A ver, luego de platicar un rato, dile: “ya casi llego a mi estación… espero verte mañana. Claro, en la tarde tomo la misma ruta. No te preocupes, justo hoy le dije a mis padres que llegaré tarde a casa. Sí, ya veré qué les digo, alguna cosa de la escuela”. Hay demasiada gente, aún es temprano. ¿Te puedo acompañar?, creo que aún es temprano, puedo acompañarte a tu estación y tomar el tranvía de regreso. Vale, te veo en la tarde entonces. Muchas gracias, nos vemos al rato”.

Eso es el escenario ideal, nada me puede salir mal hoy. ¿Por qué se escuchan? Es muy temprano. Volteo a ver el cielo asomándome por la parada. Debería controlar mis taquicardias, respira, Izanagi, respira. Ay, no, va a volver a pasar… De acuerdo, ya está ensayada esa parte. Recuerda, no te puede salir nada mal. En el piso las hormigas están entrando y realmente me da mucho… no sé cómo llamarlo, me da… me desagrada… Bueno, si no me equivoco ella debe de llegar en poco tiempo… a ver, cálmate, ya sabes qué dirás. Aquí viene el tranvía ahora sí, aunque ella no ha llegado, demonios. No, no lo alcanzará y olvidé tomar agua, mi boca se siente pastosa, espero no huela mal, lo haré llegando a la escuela. No puede ser, ¿qué hago? Respira. No, mi pecho. Es el vagón 653. Control, quizá hoy no es el momento, mañana será, no, espera, ahí viene, sí, sí, sí, corre…

No puede ser…

*

Yes, we’re flying over the area, five, four, three, two, one…

*

Tengo ya un pie dentro del tranvía y giro por última vez para ver dónde venía ella. En su lugar, mis ojos se abren deslumbrados al ver estallar un sol en el cielo y escucho al universo retumbar en mis tímpanos. En ese momento, las olas de fuego inundan toda la ciudad y carbonizan las piedras. Somos antorchas humanas.

El vagón 653 del tranvía, al volcarse, rompe mi pierna y la explosión me lanza lejos. La ropa se ha hecho hilachos que me lastiman. Siento cómo mis lágrimas rasgan mi piel como lijas y se van evaporando conforme la tocan. Mi piel arde y está tan llena de úlceras y ampollas que se me cae a trozos. Recuerdo que un día mi padre me tiró el café hirviendo en mi pecho por accidente, ardía muchísimo. Mi padre… mi madre… no llegaré tarde a casa, pienso que ni siquiera llegaré. ¿Qué sucedió? ¿Por qué?

No puedo hablar, ni siquiera jadear, nunca había gritado tanto por el dolor… El aire es casi fuego que quema mis pulmones al intentar respirar. Simplemente no me puedo sostener y caigo de frente. El suelo aún calcina y mi espalda no puede sentir más dolor, solo siente el viento corrosivo que roza mi piel lacerada y me hace gritar; sin embargo, de mi garganta ya no sale ningún sonido; mi boca está seca y áspera, sabe a metal.

Mis ojos, cegados y casi nublosos, alcanzan a distinguir los enrojecidos pies sucios que caminan apelando ayuda y gritando nombres que se niegan a responder. Al otro lado, los cuerpos casi calcinados están arrastrándose mientras sus entrañas y pieles caen. Es desgarrador. El ambiente es insoportable. Huele a dolor. La explosión me aturdió el oído al grado de que los gritos y gemidos de las personas que buscan auxilio en los edificios derrumbados, me suenan lejanos aunque estén a solo unos metros.

Mi cuerpo está ya tan magullado que no puede moverse al intentar darme la vuelta. Las arcadas de las náuseas duelen y rugen por dentro. Volteo apenas mi cabeza a la derecha para vomitar y lo único que veo a mi lado es un cuerpo inconsciente todo irritado, lleno de tierra y polvo con el cabello quemado y sangrado… Finalmente reconozco el uniforme, fue lo único con lo que logré reconocerla… Algo más se quiebra por dentro y un fino hilo de sangre le escurre de sus labios; nunca más podré invitarla a bailar o siquiera preguntarle su nombre, tampoco haré mi examen, ni llegar a mi escuela para después verla por la tarde, mucho menos podré subir al tranvía, ¿en qué demonios piensas, Izanagi?

Mis desorbitados ojos lastimados solo pueden cerrarse y llorar, no sé qué hora es. Mis nervios se erizan ante el tacto de las vendas que cubren las quemaduras.

*

Las noticias nocturnas de la televisión transmitían que el mítico vagón 653, sesenta años después del ataque, dejará de dar servicio. El tiempo ha pasado, un bucle que no me hace pensar más que en ese día, una y otra vez. El pavor a enfermarnos era lo único que los hibakusha teníamos en la cabeza, nada más. No había nada más porque ella, mis padres, mis amigos, mi casa, todo se quedó dentro de ese infierno radiactivo del que ya nunca pudieron salir. Cerca de mil personas murieron en un parpadeo, con suerte mil quinientas sobrevivieron únicamente para morir, yo incluido… Rescatado del invierno de cenizas, enjaulado en cárcel de miedo.

—Buenas noches, ¿cómo se encuentra, señor Izanagi? —me interrumpe la enfermera que entra en la habitación.

—Estoy listo —le respondo con una voz pausada y débil.

Las noches ya no tienen sueño. Inclusive mi cabello y mi cuerpo me abandonaron. “Izanagi, ¿deberías irte?”, me pregunta una parte de mí.

El veneno cancerígeno de mi sangre corrompida logra hacer efecto.

No hay más tónicos. Ya no.

Mis parpados se relajan y mis pupilas se apagan.

Al fin mis pulmones respiran libertad.

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