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Ensayo sobre el budismo y la filosofía de Nāgārjuna

Ensayo sobre el budismo y la filosofía de Nāgārjuna

Las ilusiones son al alma lo que la atmósfera es a la tierra. Destruid ese tierno aire y muere la planta, palidece el color. La tierra que pisamos es un rescoldo. Pisamos un erial y nos lastiman los pies guijarros candentes. La verdad nos deshace. La vida es sueño. El despertar nos mata.

Virginia Woolf, Orlando.

La vida de Siddhartha Gautama y el origen del budismo

La biografía y leyenda de Buddha, más que un relato fundacional, es la expresión narrativa más profunda del budismo. Mitologizada, en ocasiones inicia en el cielo; en otras narraciones, más cercanas a lo histórico, inicia en el palacio de Suddhohana, rey de Sakya, con el joven príncipe Siddhartha: brillante y sensible, fuerte y atlético; el príncipe vivió gozando los placeres que el palacio ofrecía. A los dieciséis años contrajo matrimonio con dos princesas de reinos vecinos y tuvo un hijo varón, lo que le permitió desprenderse de sus obligaciones reales al tener ya un heredero. Sin embargo, también el placer y las comodidades, quizá aún más que el sufrimiento, causan hartazgo y aburrimiento, así que un día decide escapar del palacio para conocer la ciudad. El príncipe escapa cuatro veces: en la primera se encuentra con un anciano, decrépito, con el largo cabello blanco, arrugas en el rostro curtido por la vida, cansado, caminando con dificultad, apoyándose en un sucio bastón de madera; la segunda ocasión, mientras paseaba, logra ver a un hombre en cama, abrasado por la fiebre, consumido por el malestar y al borde de la muerte; la tercera vez, apenas sale, una procesión funeraria le corta el paso y alcanza a vislumbrar el cuerpo sin vida de una persona. De esa forma, el príncipe Siddhartha conoce por primera vez la vejez, la enfermedad y la muerte. Sale una vez más, triste, decepcionado y sin ganas ya de vivir, pues descubre que todo lo que había creído conocer era una mentira, que el mundo era un lugar de sufrimiento y muerte y no el jardín de delicias y placeres que imaginó, pero esta vez se encuentra con un hombre tranquilo, sereno, con una débil pero poderosa sonrisa que contrastaba con las muecas de dolor en las calles y las efímeras risas de gozo del palacio; pregunta por él y descubre que es un monje mendicante. Regresa conmocionado al palacio, y se dice que esa misma noche el príncipe despertó y miró a su alrededor, la habitación rodeada de lujo y esplendor y el cuerpo desnudo de las concubinas dormidas, y lo encontró todo vacío. Se viste, monta en su caballo y escapa, esta vez de forma definitiva. El príncipe Siddhartha se convierte entonces en Gautama, nombre que adopta al convertirse en asceta itinerante en Vesali, convencido de que era el camino que debía seguir; sin embargo, pronto se siente insatisfecho y decide adoptar un férreo ayuno en Gaya que lo lleva al borde de la muerte, y comprende que ese ejercicio ascético, radical, era, de igual forma, nocivo. Rompe el ayuno, y después de haber dominado todas las técnicas ascéticas y yóguicas, después de haber experimentado todos los placeres en la felicidad del palacio, Gautama se encuentra solo y sin camino: se marcha al bosque, y bajo la sombra de un árbol pipal se sienta a meditar. Es entonces cuando acontece el despertar y se convierte en Budhha.

Se dirige a Benarés, donde se encuentra con cinco discípulos que había conocido en sus tiempos de ayuno y que lo habían abandonado cuando lo rompió; les expone la verdad que acababa de descubrir y los cinco se convierten; predica entonces a un banquero y su familia, que deciden seguir sus enseñanzas; sigue predicando y en poco tiempo logra formar una comunidad: sesenta monjes —de reyes a mendigos, mercaderes, ascetas y religiosos— que manda a lo largo del país a predicar las Cuatro Nobles Verdades. La primera, que ya conocía el hinduismo, es la verdad del sufrimiento: todo hombre que llega al mundo nace al sufrimiento y no lo abandona hasta su muerte. La segunda es la verdad del origen del sufrimiento: el deseo, o la sed, como lo llamaba Budhha. La tercera es la verdad de la cesación: para desprenderse del sufrimiento se ha de renunciar al deseo. Finalmente, la cuarta, indica el camino para renunciar al deseo y abandonar este mundo de sufrimiento: el sendero medio, al final del cual se encuentra el Nirvāṇa.

El sendero medio es una renuncia que cimenta una conducta ética detrás de la cual subyace la compasión, posibilitada por la consciencia de las tres verdades previas. El budismo, más que una religión —no hay dios— o una filosofía —no hay sistema—, se concibe como una práctica, una terapéutica. El objetivo es curar al ser humano del sufrimiento, y a esto apunta el sendero que desemboca en el Nirvāṇa. A la pregunta de qué es exactamente el Nirvāṇa, el Budhha no responde. La noción ya existía para denotar un apagamiento o extinción en el sentido de una gota que se pierde en el océano, una ola que regresa al mar o incluso el espíritu que regresa a la divinidad; sin embargo, el budismo niega los elementos sustanciales de estas nociones, e incluso pone en duda la realidad misma de la conciencia y la materia. Borges dirá: “Para las Upanishadas, el proceso cósmico es el sueño de un dios; para el budismo, hay un sueño sin soñador.”[1] El Nirvāṇa, pues, sería el despertar de este sueño. No es un estado divino que se alcanza, sino un conocimiento vital que acontece cuando se es plenamente consciente, ya no del sufrimiento, que es evidente, sino del origen del sufrimiento, los deseos a los que nos apegamos con desesperación, y más aún: de la vacuidad de estos apegos. Es, sí, una negación, pero con esto no debe entenderse una represión ni el rechazo de los deseos y anhelos, como un violento desgarramiento contra la vida misma. Se trata, por el contrario, de la liberación de las ataduras. Gruzalki dirá: 

Abandonar el deseo es justamente dejarlo estar. No es librarse de él, no es supresión, ni tampoco negación. Es, por el contrario, dejarlo en paz y convivir con él. Todos sabemos lo que ocurre con el deseo cuando no le hacemos caso: se desvanece, como sucede con todos los fenómenos. Cuando suprimimos el deseo, o cuando actuamos en contra suya, lo que hacemos es reforzar los hábitos mentales que lo soportan a la vez que perdemos la oportunidad de investigar estos últimos.[2]

Sin embargo, la enseñanza de Budhha no es un sistema ni una filosofía estructurada: es una enseñanza práctica. Se negó a pronunciarse sobre especulaciones filosóficas, místicas y religiosas, y cuando Malunkyaputta, deseoso de saber sobre el universo, la infinitud, el alma y la muerte lo interroga, Budhha narra la historia de un hombre herido por una flecha envenenada que se niega a que alguien llame al médico para curarlo, menos aún que alguien le saque la flecha, antes de saber quién lo hirió, su estado social, a qué familia pertenece y sus características físicas, así como el tipo de arco que utilizó, qué ave empleó para la pluma de la flecha, qué forma tiene la punta incrustada en su cuerpo y de qué material está hecha. La conclusión es evidente: el hombre muere sin conocer estas minuciosidades cuando pudo haber vivido de haberse dejado curar; de la misma forma, el hombre que se niega a alcanzar la liberación sin saber cosas que, en realidad, son imposibles de conocer, morirá anclado al deseo y el sufrimiento.

Sin embargo, ese silencio con respecto a tantas cuestiones originó la proliferación, hasta la fecha, de una considerable cantidad de interpretaciones cósmicas y metafísicas de sus enseñanzas. Además, para que un pensamiento, y más aún un pensamiento que se torna en religión, se adapte y expanda por distintos espacios, culturas y tiempos, ha de someterse a un constante y complejo proceso de sincretismo. Borges escribió: “Toda religión debe adaptarse a las necesidades de sus fieles y, el budismo, para sobrevivir, se resignó a lo largo del tiempo a profundas y complejas modificaciones”.[3]

Budismo y filosofía de Nāgārjuna

A la muerte del Budhha y de Sariputra y Maudgalỹaỹana, sus principales discípulos, se convocó un concilio de quinientos arhats —santos— para codificar la doctrina, tras lo cual la historia del budismo se difumina y se torna imposible seguirla con certeza, si bien hay referencias que pueden ser, medianamente, ubicadas; sin embargo, lo cierto es que ya para el siglo I a.C. el budismo se había dividido en lo que después será identificado como las dos grandes corrientes o escuelas: el Hinaỹana (o Theraṽada), que significa “Pequeño vehículo” y refiere al budismo antiguo con la figura del arhat como santo que busca el Nirvāṇa para liberarse y renunciar al mundo, y el Mahaỹana, el “Gran vehículo”, más tolerante en cuanto a la disciplina y doctrina, donde ya no se da el ideal del arhat sino del Boddhisattṽa, un personaje sustentado en la compasión que no busca únicamente su salvación sino la de otros. Es también esta segunda doctrina, más laxa, la que comienza a adquirir una estructura más mística y religiosa (devocional, incluso). Empero, uno de los puntos centrales del Mahaỹana es su crítica al arhat, pues considera que no se encuentra del todo liberado dado que sigue ligado a su yo al buscar la liberación para sí mismo; es decir: sigue anclado al egoísmo, mientras que el Boddhisattṽa, al permanecer en el mundo, paradójicamente encuentra la liberación gracias a la compasión, que se entiende como una negación del yo.

Esta libertad del Mahaỹana, su capacidad para convertir y debatir, llevó al budismo a una filosofía completamente radical de la mano de Nāgārjuna, uno de los filósofos orientales más importantes de la historia, con premisas que después encontrarán eco en las postulaciones occidentales de Kant, Hume, Schopenhauer y Wittgenstein, entre otros.  

Uno de los principales postulados de Nāgārjuna, quizá de los más radicales, es cuando afirma: “No hay ninguna distinción entre Nirvāṇa y saṃsāra.”[4] Es decir, que no hay diferencia alguna entre el ciclo de nacimiento, vida y muerte, entre el devenir de la existencia, fatigosa, penosa, dolorosa, dominada por el tedio y el sufrimiento (saṃsāra), y aquel estado benéfico de liberación que el Budhha predicó (Nirvāṇa). Esto no es una contradicción: lo que Nāgārjuna hace aquí, algo que Budhha se negó a hacer, es hablar sobre la naturaleza del saṃsāra y el nirvāṇa. Y es que, nos dice, todo está vacío: los sufrimientos del mundo, sus convulsiones y pesares, la sed, el deseo, todo es aparente; fenomenológicamente existen, nos afectan, pero no son en sí mismos, no tienen esencia ni nada que los sustente. Y, de la misma forma, el Nirvāṇa, como liberación de todo esto, no es tampoco en sí mismo, sino tan solo una percepción mental. Nāgārjuna postula aquí la doctrina de la vacuidad universal.

El budismo, independientemente de la escuela de la que se hable, ha considerado que el todo está compuesto por dharmas, que podrían definirse, no sin una buena dosis de ambigüedad, como los elementos de los que están constituidas las cosas. Lo que nosotros consideramos una unidad no es sino una compleja asociación de partes: el ser humano no es uno en sí mismo, sino que es la relación entre los dharmas materiales y mentales:

Cada pensamiento, cada movimiento de la voluntad o del deseo, cada sensación es un dharma. El cuerpo está compuesto por dharmas materiales, todo aquello que puede percibirse: el sonido, el color, el olor, etc., son conjuntos de dharmas materiales. Los órganos de los sentidos y la mente son también dharmas, pero están constituidos por una materia sutil. Las distorsiones que turban la mente (la codicia, la ceguera y el odio) son también dharmas mentales pues van asociadas al pensamiento.[5]

No son ideas en sentido platónico, ni tampoco está relacionado con el atomismo. Los dharmas son instantáneos, fugaces: uno sucede al otro, son dinámicos y no existen por sí mismos, sino que existen sólo en su interrelación espacial y temporal. Habitan la soledad del instante y nacen cuando otro muere, sucediéndose y concatenándose hasta entretejer la realidad que percibimos, como una infinitud de moléculas tan finas como el polvo que forman una nube visible tan sólo cuando un rayo de luz las atraviesa, o una multitud de sombras que confundimos con algo real. Para el budismo antiguo, los dharmas tienen una naturaleza sustancial; sin embargo, Nāgārjuna critica esta sustancialidad de los dharmas: para él, no sólo la correlación de dharmas que vemos como unidad es una construcción mental y vacía, sino que también los dharmas mismos lo son. Esto implica que no sólo el hombre carece de sustancia en sí mismo, sino también todo aquello que lo constituye, su materialidad, intelecto y fuerza, sus deseos, anhelos y sufrimientos; y, por ende, también su liberación.

Esta nueva filosofía es por entero radical: el budismo original había negado la irrealidad del alma; Nāgārjuna niega la realidad misma de los dharmas. Esto, sin embargo, no es lo mismo que negar su existencia: al soñar, nuestras visiones son tan reales como nuestro cuerpo y el mundo en la vigilia. Y es que para Nāgārjuna las cosas existen en un plano “convencional”, pero son inexistentes en el plano de las sustancias o esencias; las cosas existen, pero no son. Sombras e ilusiones, sueños con la sustancialidad del humo, una proyección, una ilusión grabada con intensidad en la retina. En la dialéctica entre existencia e inexistencia Nāgārjuna sustenta la doctrina del vacío.

Las paradojas no cesan, pero una paradoja, a diferencia de una contradicción, implica que las dos cosas que se oponen son, sin embargo, verdades. Y es que parece contradictorio que, cuando se reconoce que toda la realidad carece de sustancia sea justo cuando nace la compasión entre estas sombras, y en el anclaje de estos prisioneros surja la liberación. Pero al considerar los dharmas, o incluso el alma o las personas mismas, cargadas sustancialmente, el peso que cae sobre nuestra existencia nos ancla aún más en el egoísmo; tales cargas son rocas que chocan una contra la otra en su incontenible carrera hasta la base de una montaña, sin poder escapar; en cambio, al estar todo vacío, no sólo los deseos de los demás, sino también los nuestros, dejan de importar, y el velo de Maya se descubre para difuminar los límites entre el yo y los otros, límites ilusorios, fragmentos de nada que caen al vacío. Esa consciencia no despierta la indiferencia, sino la compasión, en especial puesto que se reconoce que el otro vive obnubilado en esa prisión, y al renunciar al egoísmo nace la esperanza de verlo liberado. Y es que Nāgārjuna, a diferencia de Nietzsche, ve en la compasión un acto de liberación que atenta contra el sufrimiento: en el egoísmo del arhat que busca la liberación para sí mismo hay un apego al yo, mientras que en la compasión de quien reconoce al otro, está el desprendimiento de este apego fundamental; reconocer que todo está vacío disipa las fronteras entre yo y los otros, reconociéndolas ilusorias, falsas.

Ahora bien, si todo está vacío, si las cosas y el discurso carecen de sustancia, eso implicaría que la misma doctrina de la vacuidad no tiene sustancia, que carece de realidad, argumento que fue utilizado en contra de sus postulados para desacreditarlos. Sin embargo, como afirma Arnau:

“Que las palabras puedan servir a un fin no tiene por qué significar que tengan una naturaleza propia o que no sean tan vacías como el resto de las cosas.”[6]

La doctrina de la vacuidad es una verdad convencional, que para Nāgārjuna tiene un sentido práctico —de hecho, niega que su doctrina sea una filosofía pues es, enteramente, una práctica—; a saber: alcanzar la liberación mediante la consciencia de la vacuidad del todo. Las verdades convencionales existen como metáforas, como convenios: acordamos ponerles nombres a las cosas para poder referirnos a ellas y comunicarnos, pero eso no significa que éstas existan en sí mismas. La doctrina de la vacuidad no existe en sí misma, sino que es, tan sólo, una convención con un fin práctico.

No hay que olvidar que la doctrina de la vacuidad universal persigue un único fin: la liberación. Indiferenciar el saṃsāra del Nirvāṇa, negar la sustancialidad de los dharmas, establecer la dialéctica entre existencia e inexistencia: es el camino para comprender que todo aquello que nos ata a este mundo, nuestros deseos e ilusiones, la sed abrasadora que nos lanza a perseguir ídolos que siempre terminan por caer, las imágenes que nuestra imaginación teje, como en un sueño, y que amamos y tanto tememos perder, son sólo una ilusión, una proyección carente de realidad en sí misma, de sustancia. El budismo había imaginado el saṃsāra como una prisión de la que había que escapar; Nāgārjuna descubre que, en realidad, es una falsa prisión, que los muros están hechos de sombras y que ya el saberlo nos libera.

Algunos han considerado a Nāgārjuna como quien llegó a revolucionar el budismo; sin embargo, lo cierto es que su intención no fue cambiarlo, sino regresar a sus raíces, a la base previa a los postulados místicos, cósmicos y religiosos. Budhha se negó a describir o a hablar de la naturaleza del Nirvāṇa; sin embargo, sí lo equiparó a una llama que se extingue, lo cual, para el pensamiento indio, no implica un aniquilamiento, sino el regreso a un estado virtual, como afirma Mircea Eliade:

“En este caso podrá decirse que el ser que ha penetrado en el nirvana ya no existe (si entendemos la existencia como un modo de ser en el mundo), pero puede afirmarse también que «existe» en el nirvana, en lo incondicionado, en un modo de ser, por tanto, que no cabe ni imaginar.”[7]

Conclusión

El mensaje de Budhha, las enseñanzas de Nāgārjuna, son, en definitiva, de esperanza. Resulta paradójico —una vez más— que de postulados esencialmente pesimistas —que el mundo es un valle de lágrimas, que la vida es sufrimiento y lo que más amamos y deseamos una mera ilusión destinada a morir, que de este mundo no podemos esperar más que, de alguna forma, escapar de él— nazca la esperanza e incluso la felicidad. Sin embargo, esto es así porque detrás del diagnóstico está la cura, una salvación que no descansa en un absoluto trascendente o en un paraíso, sino en la tierra misma, en un mundo que ya no es mundo porque no se habita ya en el sufrimiento. Mas, resulta difícil no preguntarse si esta esperanza puede no ser más que otra ilusión. Juan Arnau, uno de los principales estudiosos de Nāgārjuna, escribió en una pequeña nota a pie de página, como un susurro personal, una duda que no se atrevió a colocar en el cuerpo de su exposición: 

Nāgārjuna parece no considerar que para sufrir o apegarse a las cosas no hace falta que éstas tengan una naturaleza propia o que sean completamente “reales”. Al despertar de una pesadilla sentimos alivio al darnos cuenta de que las terribles visiones no eran “reales”, pero eso no borra el sufrimiento mientras las soñamos. Sabemos que la imaginación juega un papel importante en todas las formas del deseo. Nos enamoramos por medio de ficciones y ensueños, saber que nuestras ensoñaciones son meras fantasías no nos cura de las consecuencias que esos deseos puedan tener. Nos exponemos al desengaño en el momento mismo de ilusionarnos […] y resulta difícil entender cómo podríamos vivir sin ciertas ilusiones.[8]

Es por esto por lo que, a pesar de no tener dioses ni espíritus, de negar un absoluto trascendente, o incluso el alma o la vida después de la muerte, el budismo, aún en su sentido más práctico, aún en el ateísmo de Nāgārjuna, adopta las formas de la religión. Porque es una soteriología que descansa en una esperanza, lo cual no deja de ser, paradójicamente, un apego más.

Libros recomendados

Bibliografía

Arnau, Juan, La palabra frente al vacío. Filosofía de Nāgārjuna. México, FCE, 2013, pp. 347.

Borges, Jorge Luis y Jurado, Alicia, Qué es el budismo. México, Lumen, 2019, pp. 125.

Buddhadāsa, Achaan, La causa del sufrimiento en la perspectiva buddhista. Buenos Aires, KIER, 2001, pp. 175. 

Conze, Edward, El budismo. Su esencia y su desarrollo. México, FCE, 3013, pp. 305.

Eliade, Mircea, Historia de las creencias y las ideas religiosas II. De Gautama Buda al triunfo del cristianismo. España, Paidós, 2020, pp. 678.

Gruzalski, Bart, Buda. España, Tecnos, 2002, pp. 156.

Nāgārjuna, Versos sobre los fundamentos del camino medio. Barcelona, Kairós, 2019, pp. 221.

Sumedho, Ajahn, Las Cuatro Nobles Verdades. Inglaterra, Amaravati Publications, 2005, pp. 74.


Notas

[1] Borges y Jurado, Qué es el budismo, México, Lumen, 2019, p. 68.

[2] Bart Gruzalski, Buda, España, Tecnos, 2002, pp. 42-43.

[3] Borges, Op. Cit., p. 74.

[4] Nāgārjuna, Versos sobre los fundamentos del camino medio, XXV, 19.

[5] Juan Arnau, La palabra frente al vacío. Filosofía de Nāgārjuna, México, FCE, 2013, p. 62.

[6] Ibidem, p. 106.

[7] Mircea Eliade, Historia de las creencias y las ideas religiosas. Vol. II, De Gautama Buda al triunfo del cristianismo, México, 2020, p. 133.

[8] Arnau, Op. Cit., p. 75.

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