La memoria del agua. Un relato sobre el medio ambiente
Cuando era muy niño crecí lejos de todo, arropado por la paz entre los cerros y sus bajantes de agua; mi tata decía que ellos eran como ollitas en donde el agua se guardaba, y que, a veces, hasta vivían sirenas o tortugas primordiales dentro. Mi tata me llenaba la cabeza de su mundo, decían; un mundo viejo, en donde la conciencia no era exclusiva del ser humano, sino de cada cosa natural sobre la tierra.
Cuando cumplí los doce me aseguró con orgullo:
—Ahora sí, tú ya aguantas la caminada —y vaya si la mentada caminada representaría un reto; no recuerdo cuánto avanzamos, solamente que cada vez nos metíamos más y más en el monte, y que hacia el final todo el cuerpo me ardía. Cuando sentí que ya no podía más me recargué en una piedra, y justo en ese momento mi tata me levantó la cara con su mano áspera para que mirara adelante: allí estaba esperándonos el cuerpo de agua, tan hermoso que cada paso había valido la pena.
La lagunita era un espejo perfecto del cielo; todos los árboles se inclinaban hacia ella, como si quisieran asomarse a encontrar su reflejo. Había montones de garzas blancas como estrellas, a las cuales yo, hasta ese día, solo las había visto en fotografías.
—¿Qué hacen ellas en el cerro? —pregunté extasiado.
—Pasan a descansar, mientras dura el humedal.
—¿El humedal?
—Sí, el humedal; así se le dice al cachito de tierra que guarda el agua durante los veranos, pero desaparece en las estaciones más secas.
—¡¿Se va y vuelve?! —repliqué; tata se rió tan fuerte que un par de pájaros salieron disparados por sobre nuestras cabezas.
—¡Pues claro! ¿O qué pensaba, mijo?, ¿que usté era el único que caminaba? Noo, todas las cosas saben caminar solitas; también el agua; ella recorre rutas en el aire y en la tierra, conoce cómo llegar desde su vientre hasta la superficie, y después se levanta muy alto, ligerita ligerita, pero como no tiene alas, cae de vuelta como la conocemos.
—¿Y por qué vuelve siempre al mismo lugar? —quise saber, extrañado.
—Porque el agua tiene memoria; ella nunca olvida en dónde estuvo, y por eso siempre regresa; está en nosotros cuidarla, para que pueda seguir acompañándonos muchos años más.
Seguía yo pensando en estas promesas unos meses después, cuando en la escuela me enteré de que la memoria de la que mi abuelo hablaba, en efecto se llama “ciclo del agua”; de hecho, éste permite que ella permanezca en nuestro planeta desde tiempos inmemoriales, pues nosotros no podemos generar más de la que las estrellas nos han regalado, y el agua dulce es muy escasa.
Los años pasaron y mis preguntas crecieron junto conmigo. Eventualmente tuve que dejar mi pueblo, pues quería entrar a la universidad, y el destino manifiesto fue la ciudad de Guadalajara, por las distancias decentes que lograba cubrir en un camión, además de por la oferta de licenciaturas públicas. Allí fui a parar, y supe desde el principio apreciar las diferencias entre mi hogar y aquel tumultuoso sitio; extrañé de inmediato los riachuelos y los humedales de mi tierra, de modo que enseguida quise saber si había por esos lares algo que se le pareciera. Todavía recuerdo cómo se me encogió la boca del estómago cuando me enteré de que la mayoría de los ríos que existían allí estaban entubados bajo el concreto, mezclados con aguas negras.
La gente también era diferente; de los retazos de la filosofía de mi tata, nada quedaba; no había quién contara cuentos sobre el agua, o los árboles, o las aves… nada. Y los cambios de aquel panorama tenían consecuencias inmediatas, pues, debido al derrapante cemento, las bajantes naturales del agua causaban inundaciones, accidentes automovilísticos y cosas por el estilo. Las personas se quejaban de su mala suerte, pero muy pocas se detenían a pensar qué era lo que podría haber llevado a resultados tan incómodos. ¿Es que nadie se preguntaba qué iba a pasar si el ser humano seguía metiendo las manos en el ciclo de la naturaleza?
Me sentí aliviado el día en que pude volver al pueblo, que ahora me parecía, si cabe, más vivo. Llegué a la casita de adobe y respiré profundo; se sentía como la de toda la vida. Pasé, pues estaba abierta, como de costumbre. Sin embargo, algo me detuvo en seco; eran gritos de mi abuela.
—¡Si serás terco como mula, Justino! ¿Qué no estás viendo, pues?, a esa gente no se le puede negar nada.
—¡Gente!, esa no es gente…
Los miré el uno frente al otro, tensos de la cabeza hasta los pies. En cuanto los ojos de mi abuela me encontraron, se aferraron a los míos como si fueran salvavidas.
—¡Mijito!, qué bueno que ya estás aquí. ¡Dile a tu abuelo!, ¡dile que no vaya al humedal!
—¿Por qué?, ¿qué pasa con él? —quise saber. Mi abuelo me entregó una bola de papel arrugadísima, y me costó unos minutos poder descifrar lo que decía: “Para los hombres y las mujeres del mañana, ha comenzado el progreso: la Residencial Coatlicue”. Apenas entendí, se me cayó el alma a los pies; encontré mi propio dolor esculpido en los iris brillantes de mi tata; él jamás lloraba.
—No puedo dejar que construyan allí —me dijo a media voz—. El agua siempre vuelve, siempre ha estado para nosotros, y tengo que estar para ella.
—Justino, te van a matar —arguyó mi abuela con voz de acero—. Y entonces, ¿qué vamos a hacer sin ti?
El silencio del tata dijo todo lo que había que decir; sus ojos miraban más allá de todo lo que la vista hubiera podido tocar. Miré por última vez los telares, la cazuela de peltre, y a mi abuela con sus trenzas canosas; después procedí a hacer lo único que podía.
—Tata, yo voy contigo.