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Los arrieros. Cuento corto de terror, del folclore mexicano

Los arrieros. Cuento corto de terror, del folclore mexicano

Este cuento forma parte del libro: Atenógenes. Cuentos inspirados en leyendas de Hidalgo, México.


Manuel vivía en el cerro Ocotal; su casa se encontraba oculta en medio de grandes, frondosos y abundantes árboles. Aunque su padre fue uno de los 84 campesinos que recibió parcela, él seguía viviendo de la explotación del bosque. Era leñador y también trabajaba como arriero; además, esporádicamente ayudaba a la familia con la siembra o la cosecha. Acostumbraba viajar dos veces por semana a la ciudad, con cuatro burros cargados de leña para vender, y casi era costumbre que tierra abajo, en donde comenzaba a formarse el pueblo, pasara por su amigo Pedro, quien, como él, se dedicaba al oficio de arriero.

Era común entre los arrieros salir del pueblo entre las tres y las cuatro de la mañana, con el propósito de vender en Apan cargas de leña, vigas, carbón o alguna otra mercancía; los que pasaban por la casa que habitaba el señor Atenógenes veían en el machero a sus burros descansando; no obstante, horas después, al recorrer aproximadamente 20 kilómetros, en la bajada del camino que desembocaba en la ciudad, los arrieros encontraban que el señor Atenógenes ya venía con sus recuas de regreso al Rancho, después de haber vendido su carga.

—Te digo que Atenógenes tiene pacto con el diablo —dijo Manuel. 

—Eso dicen —respondió Pedro—, pero a mí no me consta. Es cierto que es una persona extraña, solitaria y misteriosa, pero de eso a que esté compactado con el diablo hay diferencia. Creo que sólo son habladurías de la gente que no tiene nada que hacer. 

—Pues así pensarás tú —Manuel volvió a tomar la palabra—, pero no se te olvide el dicho: «Cuando el río suena es porque agua lleva».

Los amigos olvidaron el tema, continuaron su viaje, vendieron sus cargas y regresaron sin novedad a sus casas; sin embargo, Manuel había clavado una espina en Pedro, quien no pudo dormir aquella noche pensando en lo platicado: ¿En verdad existe el diablo?, ¿realmente hará pactos con la gente?, y, de ser cierto, ¿qué será lo que se intercambian en esos pactos?

A la tarde siguiente, Pedro buscó a Manuel y le dijo: 

—Anoche me la pasé pensando en lo que platicamos ayer y, bueno, pienso que podríamos investigar si es cierto lo que dice la gente, sobre que Atenógenes tiene pacto con el diablo. ¿Cómo le hace para salir después y regresar antes que nosotros? — preguntó, y rápidamente explicó su plan— Lo primero que tenemos que hacer es conocer qué día Atenógenes llevará su carga a vender. Tú saldrás con tus bestias temprano, como siempre, y yo estaré cerca de su casa esperando que salga él; lo seguiré con mi caballo a cierta distancia para que no pueda verme, y así descubriremos cómo es que llega primero.

Cuando tuvieron la información, Manuel salió con sus burros, con la consigna de ir siempre atento y, en caso de ser alcanzado por Atenógenes, calcular la hora y registrar con qué rapidez caminaba. Por su parte, Pedro iría a la saga del vigilado, siguiéndolo a prudente distancia y sin perderlo de vista; como habían acordado, él no llevaría carga, así que, en caso de ser necesario, viajaría con rapidez para continuar cerca de Atenógenes.

Pedro pasó por la casa de Atenógenes y miró que, en efecto, aún se encontraban los burros echados; avanzó unos cincuenta metros más y paró al lado de un árbol, bajó de su montura y prendió un cigarrillo. Minutos después comenzó a escuchar ruido en la casa.

—¡Vamos! Ya es hora de irnos a trabajar —decía Atenógenes a sus animales. Durante cerca de una hora siguieron oyéndose voces y ruidos comunes que indicaban que estaba cargando los burros.

—¡Vamos, muchachos, que ya se nos hizo tarde! —pronunció Atenógenes con voz más fuerte, como si quisiera que alguien lo escuchara, y salió de su casa. Tomó la vereda que, más abajo, entroncaba con el camino real. 

Después de verlo pasar, Pedro esperó unos tres o cuatro minutos e inició también la marcha. Habían andado una media hora cuando, detrás de los cerros, apareció la luna llena, alumbrando el camino como si fuera una potente lámpara de aceite. Los dos viajeros seguían avanzando, el primero tranquilo como siempre lo hacía, y el segundo cuidándose de no ser visto por aquél.

Pasaron el crucero de La Coronilla, El Sabinal, El Llano y a un costado de la hacienda de Cuautlatilpan, sin toparse con ningún otro viajero, cosa que a Pedro le pareció muy rara. Por andar concentrado en sus pensamientos, el vigía perdió de vista, por un momento, a su vigilado, al cual divisó segundos después, junto a sus burros, en la primera barranca que cruzaba el camino. Avanzaron otro trecho y llegaron a una segunda barranca. Pedro comenzó a pensar que la desvelada no había valido la pena, pues en todo el viaje no había ocurrido nada extraordinario. El recorrido había sido normal. 

Al cruzar una tercera barranca en la que nuevamente desapareció Atenógenes de su vista, sólo para volver a aparecer tras la loma, Pedro volvió a pensar, Atenógenes no tiene ningún pacto con el diablo; a lo mucho es un pobre diablo y los cuentos de los arrieros son sólo eso, cuentos. Al llegar a la última barranca, Atenógenes y sus burros se perdieron nuevamente de vista, pero esta vez pasó más tiempo de lo normal para que se volviesen a divisar. Probablemente se detuvieron para hacer alguna de sus necesidades, pensó Pedro, pero transcurridos cinco minutos sin que nadie saliera, el vigilante espolió su caballo conduciéndolo hasta la barranca, la inspeccionó detenidamente y concluyó que Atenógenes había desaparecido, pues, no habría podido seguir su camino entre aquellas rocas. Sin saber qué más hacer, continuó hacia la ciudad a todo galope. Media hora después, con su caballo sudado, alcanzó a su amigo Manuel, quien se encontraba a unos tres kilómetros de Apan. Jadeante, le preguntó si había visto pasar a Atenógenes y, ante la negativa de Manuel, le contó lo que había sucedido. Los amigos siguieron avanzando, realizando conjeturas. De pronto, a lo lejos y en sentido opuesto, vieron un hatajo de burros caminando hacia ellos. Minutos más tarde, las recuas ya se encontraban de frente. El hombre al que uno de ellos había venido siguiendo, les dijo:

—Buenos días, muchachos, creo que esta vez se les durmió el gallo —frase a la que siguió una carcajada perversa. 

Los amigos quedaron desconcertados y siguieron adelante sin poderse tranquilizar por un buen rato. Por instinto voltearon la cabeza para comprobar que lo visto era real y volvieron a mirar a aquel hombre que había llegado a la ciudad primero que ellos, y ahora regresaba caminando con toda calma. 

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About The Author

Mario Morales Fozado

(Hidalgo, México) Mario Morales Fozado es Licenciado en Ciencia Política y Administración Pública, y Licenciado en Derecho, egresado de la Universidad Nacional Autónoma de Mexico (UNAM). Ha publicado cuatro libros: Una mirada a la historia de mi pueblo: Rancho Nuevo, Hidalgo (2019), Almoloya en el transcurso del tiempo (2022), Atenógenes. Cuentos inspirados en leyendas de Hidalgo, México (2023) y No sé si es poesía, pero parece (2024).

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