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Los que esperan. Un cuento sobre la revolución mexicana

Los que esperan. Un cuento sobre la revolución mexicana

—¿Ya vistes las flores? —me dice mi tita. 

Yo volteo a donde me señala.

—Las miro —le digo—, chiquitas, de colores claritos, una salpicada de vida en esta loma reseca de arbolillos torcidos y yerbajos oscuros.

—Tan bonitas esas —me da una palmada en la espalda; yo no respondo; orita no podemos regresarnos, ya no, tamos muy lejos—. Hay flores más bonitas en el Cielo —me dice en voz bajita, como si viera lo que pienso.

Yo nomás le digo que sí. Todavía siento la tierra atorada en mis uñas chuecas; ella lo sabe, está igual, nomás que se alcanza a tapar las manos con el chal.

Dormimos a las faldas de la loma, viendo cómo la navaja de la noche va desangrando al sol sobre el llano, cómo éste va arañando las piedras y quebrando la tierra con manos sombrías, como el hambriento que ruega o maldice a su cuamil reseco y malagradecido al que tantos esfuerzos le ha dedicado.

Hambre. Ya ni me gruñe el estómago, nomás sé que ahí sigue por el aire que se traga, como pescado bocón que se infla y se infla y se infla; la ropa ya me queda toda guanga, pero igual siento que voy a tronar o que en la noche, cuando nadie mire, me voy a hacer tan flaca que voy a desaparecer, así nomás.

Y luego el frío. Nos acostamos abrazadas, las dos muy pegaditas; a veces, cuando mi tita está dormida, escucho como que respira raro y entonces me aprieta re fuerte, hasta siento que me mata a veces, pero no lloro, me muerdo los labios, pienso que así tan siquiera me mata ella en vez de la noche o el hambre. A la mejor y así es mejor…

En veces sueño que encima no tengo el chal roñoso y deshilachado de mi tita, sino la manta de mi amá, huelen casi igual cuando estoy dormida.

—Tú mamá no está —dice ella cuando me despierto llamándola, buscándola como si todavía anduviéramos en el rancho—. Nomás estamos tú y yo —me susurra y me abraza, y no le salen lágrimas, está seca, su cuerpo está como huizache asoleado y cenizo, pero sé que llora, con puro aire, nomás que a sus ojos no les queda ni sal para llorar.

Me dice que me vuelva a dormir y eso hago, siempre con miedo a sumirme atrás de mi ojos y no hallar cómo regresarme.

Amanece. El ojo celeste nos mira fijo, sin parpadear, colgado de sus alturas con uñas de plata y alas brillantes que arañan los párpados.

Andamos en silencio, el aire es lo único que nos queda pa comer y no nos gusta usar de más. 

De repente, oímos como truenos sordos; el piso se mueve.

—Tírate —me dice mi tita, y yo me tiro al piso; las piedras como comal ardiendo quemándome la cara.

No alcanzamos a mirar a los caballos, ni tampoco a los que los montan, pero sí los oímos, escondidas atrás de unas piedras requemadas; sus voces no las carga el viento, más bien parece que se arrastran por la tierra.

No suenan igual a los otros, los que se llevaron a mi apá. Discuten y se dicen de cosas, unos se ríen. No son los mismos, pero suenan parecidos a los otros…

—Espérenme —fue nomás lo que nos alcanzó a decir mi papá esa vez, antes de salirse de la casa al encuentro de los encaballados que llegaron a nuestra puerta.

Vi cómo andaba levantando el polvo, quebrando piedrecillas con los huaraches. Uno de los soldados le dijo «alto», y él se paró, les dijo alguna cosa que no alcancé a escuchar, y ellos se rieron, lo señalaron, lo estaban acusando, pero él les negaba todo, «puras calumnias», les decía, y se enojaba y sacudía su machete y los amenazaba, les decía que se fueran, que se largaran de una buena vez, que si no…

Tonces uno de ellos agarró y le soltó un culatazo en la cabeza y mi apá como que se quedó flojo, flojo de repente, tiró el machete y cayó él también al suelo.

—Pinche indio —le decían, mientras lo amarraban de las manos y le pegaban con las riatas.

—Ratero.

—Hijo del máiz.

—Muerto de hambre.

—Camínele, perro, camínele —y lo jalonearon y lo arrastraron por la tierra hasta que se levantó y andó atrás de los caballos.

No lo dejaron ni mirar para atrás.

Luego uno de ellos se metió a la casa, pero no sé si no nos vio; tábamos todas en una esquina, apachurradas contra la pared, espantadas, llorando, quién sabe; nomás agarró una bolsa que ahí teníamos con poquitas tortillas y se fue.

Ya no he vuelto a mirar a mi apá desde esa vez.

Mi tita decía que lo llevaron a morirse, a pelearse con los rebeldes; a mí no me gustaba pensar eso, todavía no me gusta, pero tampoco le dije nunca que no era cierto.

Mi mamá de a tiro no quería oírla.

Todavía me acuerdo de cómo temblaba el piso cuando llegaron esos caballos, es un ruido que no se me olvida, ni con el hambre, ni con la sed.

Por fin, después de un rato, como que la tropa se aleja y esa plancha que la gente llama llano se queda en silencio otra vez.

Miro al cielo, al sol blanco que me apuñala los ojos, y quiero echarme tierra en la cabeza, en el pecho, en la boca, quiero enterrarme y no volver a salir, en este mausoleo de arena blanca y piedras comaleras. Que mi esqueleto se vuelva cueva de lagartijas, que mis ojos no miren más, que se me haga la lengua tierra, que…

—Ámonos —me jalonea mi tita. Pero no quiero moverme, quiero quedarme aquí, quiero hacerme sombra en el desierto, quiero que mi voz se vuelva nomás un eco que uno oye en el cerro cuando canta el tecolote, quiero…

—Ámonos —me insiste y me pega en la espalda, en la cabeza. Tiene mano pesada, más pesada que las piedras que siento en los ojos, en la garganta…

Me levanto y ando.

Pasamos junto a una niña, está tirada con la cara hacia el cielo, los brazos en cruz, como un Cristo con falda, la boca medio abierta, el sol reflejado en el fondo de esos ojos que ya no miran más.

Grito y abrazo a mi abuelita, ella no dice nada, nomás me aprieta la cara contra su falda, sabe que se parece a mi hermana, las mejillas igual de sumidas, los dedos igual de largos, como si se hubiera escapado de la tumba que le hicimos en el cerro pa reclamarnos que no le llevamos las flores bonitas que vimos a los pies de éste.

La dejamos pa que se la coma el sol, aquí ni los zopilotes se arriman a los muertos.

Nos dormimos al fondo de un estanque seco, la tierra de hasta abajo tiene huesitos de tlacuaches y lagartos muertos; se sienten frescos, como una cama de agujitas frías.

Otra vez huelo a mi mamá, pero ora no me despierto, me quedo dormida, sumida en otras negruras que ya fueron. Oigo el aire que se pasea por entre la puerta; oigo a mi amá respirando; a mi hermana, que habla dormida y que le decíamos que sonaba como bebé cuando lo hacía; a mi abuelita, que no duerme; según ella, los viejitos nunca duermen, ellos cuidan la noche.

Amanece otra vez. Hallamos un estanque de verdad. Tiene poquita agua al fondo, un charco podrido y vaporoso que huele a baba de becerro, pero igual tomamos, con la mano, con la boca pegada al fondo, nos lo echamos sobre la cara, sobre el pelo seco que se nos cae cada que lo tocamos, que se quebra como ramas muertas, nos encorvamos, tomamos hasta que la panza se nos hincha de aire y agua cochina.

Tonces oigo que mi abuelita llora.

La miro, se está viendo en el reflejo verdoso del agua: sus arrugas cada vez más profundas, como arroyos de tiempo y lágrimas; los ojos grandes y negros de alguien acostumbrado a ver sombras que ya no están; la nariz chiquita como de bebé; la boca tiesa; los cachetes hundidos como calaca que se puso un abrigo de piel sin dueño; los pelos grises, una tormenta de humo, flacos y desnutridos, que el viento se lleva. Y mi abuelita llora y ahora sí le sale sal de entre los párpados apretados.

La abrazo y me quedo ahí con ella.

—Como animales… —solloza— como animales…

Yo no lloro.

No caminamos mucho, pero, ya es tarde; alcanzamos a ver un accidente en la llanura, como piedritas amontonadas por niños inquietos; lejos, casas chaparras, tanto que casi se confunden con el suelo color del sol sangrante.

Queremos llegar ya, pero no tenemos fuerzas, nos duelen los huesos, mi tita ya casi no anda.

Es noche y ahora la cobijo yo, la abrazo yo, pero no la aprieto mucho, siento que se me va a quebrar entre las manos, tiene la frente en llamas.

Oigo cómo llama a mi mamá entre sueños.

—Martina —suspira—; mija, es mija, no se la lleven, no, no… Martina…

También me acuerdo de eso, también la amarraron; a ella no le bastó cortarse las trenzas, quedar pelona, esconderse; nomás tuvo que salir una vez, ir a conseguirnos algo, lo que fuera, pa comer, para que la vieran y pensaran: es demasiado bonita pa ser hombre. 

Treinta-treintas, me había dicho mi hermana que eso cargaban. Esos rifles largos eran treinta-treintas, eran la bola.

Yo no me animé a asomarme. No vi cómo la perseguían por el camino hasta la casa, no vi cómo la jalonearon, cómo le apachurraron los brazos, cómo la cargaron al caballo, escondida como estaba yo entre tiliches y basura, con miedo de que me agarraran también; todo lo vieron mi hermana, oculta en otro lado, y mi tita.

Sólo me asomé cuando ya se iban haciendo nomás sombras en el camino. Cuando mi abuelita lloraba con la cara en la tierra. Cuando uno de ellos se giró y me vio salir para ayudarla, pero no dijo nada; a la mejor sí se creyó que yo era niño. Cuando los gritos de mi mamá ya no se oían más.

Nos comimos el cuero de las chanclas, las raíces de las plantas, las hojas de los árboles, hasta que luego no hubo nada qué comer.

Y nos tuvimos que ir, a donde fuera.

—Espérense… —rogaba mi abuelita entre sueños— espérame, Martina…

—Tu hija no está —le susurro al oído—, nomás estamos nosotras.

Ninguna duerme.

Las dos los miramos, balanceándose de un lado a otro, no por inercia del aire; más bien parece que se aburren ahí, colgados, con la lengua de fuera y la cara hinchada, como cuero mojado que alguien ha dejado a secar en los postes del tren; se dedican a columpiarse para pasar el rato.

Busco sin querer buscar, me fijo y me imagino caras y muecas, máscaras mortuorias y torcidas, inciertas como si el calor les hubiera borrado las facciones, todos se parecen a mi papá o a lo mejor quiero que se parezcan.

Siempre le rezo a Dios pa que al menos me deje verlo a él; a lo mejor y así, muerto como esos que cuelgan, sí me cumple el ruego.

Pero todos se ven igual, tan parecidos que no puedo saber si alguno de ellos es el que busco. 

La estación está fresca, podemos escuchar el ruido ajeno de pisadas que ya no están, de gente que habla sin voz.

En el pueblito no hay nadie; las casas achaparradas, abiertas y abandonadas, los platos empolvados o quebrados, los comales fríos, el camino que atraviesa el pueblito plano de las pisadas de los caballos; el ruido ya no vive aquí, se fue también con la gente, ni siquiera alcanzamos a oír el eco de nuestros pies que se arrastran.

No hallamos comida, no hay agua, no hay una cobija siquiera, no hallamos nada, como si aquí nunca hubiera estado nadie además de los colgados que cuidan el horizonte.

Nos metemos a la iglesia; hasta las bancas se llevaron; el altar sin mantel, el Sagrario vacío, y un Cristo que mira todo sin moverse, torcido en su crucifixión: el único abandonado en esa soledad.

Mi tita se sienta en el piso desnudo. Tiene el buche reseco y resopla y jala aire por la boca como potro cansado; veo cómo se le cierran los ojos, el aire está muy pesado.

Me aprieta la mano fuerte, me lastima, pero no lloro.

—Nomás espérame poquito, mija —me resuella—; nomás poquito, estoy muy cansada, deja rezo tantito… —sus hombros flacos se levantan y caen, cada vez con más esfuerzo— si me duermo, me dices.

Yo le digo que sí con la cabeza, pero ella no me ve.

Después de un rato, va bajando el rostro hasta su pecho, y así se queda.

La acuesto para que duerma tranquila, la tapo con su chal y le pongo las manos torcidas sobre el pecho.

—Espérame poquito, tita —le digo muy bajito—, te voy a buscar agua.

No lloro, no puedo, sólo me queda el gemido vacío de mi cuerpo seco.

Más allá del pueblo todo se ve igual: el mismo piso calizo, las mismas piedras, el mismo día sangrante que ara desesperado una tierra pelona, buscando una cosecha que no sale, que no se da, la cosecha del Edén prometido que nunca pudo dar frutos.

Ando y ando; a veces ya no veo el sol, casi nunca noto la luna; a veces siento el calor, pero nomás hace que me tiemble el cuerpo de frío, de fiebre, y el frío me duerme los dedos, los brazos, la cara; no veo agua, puros huesitos, puras piedras rotas que no aguantaron el desierto; a mi lado andan sombras con cuerpos de polvo; el aire baila y quiebra el mundo con lágrimas invisibles que no puedo agarrar, que no puedo beber.

Algo, a lo lejos una sombra. 

Pérame tantito abuelita, ahí hay una casita, ahí en medio del llano, se ve igualita a la nuestra, en la que vivíamos, en la que dormíamos; pérame tantito, voy a ver si me regalan agua, si por el amor de Dios me regalan algo de comer, si me dejan dormir ahí, espérame…

A la puerta hay pétalos resecos de colores claros, tres tallos grandes y dos chiquitos yacen recortados junto a ellos, acomodados en formas extrañas, como un embrujo.

Cuando entro, está todo oscuro. Dos personas abrazadas respiran muy quieto cerca de unas ascuas muertas;al lado, una niña parece hablar dormida; sólo la sombra del fondo se muestra atenta, observando todo.

Me acuesto en el piso, rendida junto a ellos; no puedo andar más, no puedo decir nada, ya no me queda voz, no me queda fuerza, ni siquiera me queda sueño. 

Sólo me acuesto, me tiro al suelo y me quedo ahí, quieta, con los ojos negros espiando la penumbra y las figuras que en ella se mueven.

La sombra, la única que me vio entrar, me acaricia el pelo con falanges largas y torcidas.

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