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Ningún hombre es una isla. Cuento corto de ciencia ficción

Ningún hombre es una isla. Cuento corto de ciencia ficción

I

Guillermo lanzaba bolas de papel al cesto de basura mientras las voces estudiantiles lo distraían de su luto. En su oficina, las bolas de papel se acumulaban junto al librero que albergaba su colección de libros y revistas de física cuántica. De vez en cuando, se levantaba para sacar del archivero exámenes reprobados.

Tomó uno de los exámenes del fondo del archivo. “Lázaro José nunca llega a las clases, pero me sorprende que haya sacado un tres”, murmuró. Luego lanzó el examen al cesto y falló de nuevo.

Las voces del pasillo cesaron. Guillermo se levantó de su silla para recoger el desastre de bolas de papel en el suelo. El examen de Lázaro cayó bajo el librero. Al intentar recuperarlo, su mano palpó algo liso. Sacó un libro: Meditaciones de John Donne.

«¿Cuándo compré esto?», dijo en voz baja. Guillermo odiaba la poesía. Para él, eran frases verticales sin métrica, pretenciosas como los estudiantes de arte que buscaban impresionar a las alumnas de su curso de Metodología de la Investigación.

Abrió el libro esperando encontrar algún apunte olvidado. Leyó algunas reflexiones que le parecieron delirios de un poeta maldito, hasta que encontró una nota escrita al final:

«Si llegaste hasta aquí es porque te interesó el libro (lo dudo) o solo lo ojeaste hasta llegar al final.»

El corazón de Guillermo comenzó a acelerarse.

«Quiero decirte algo, pero quiero que sea en el jardín, al atardecer, junto al estanque donde jugabas a ser Robinson Crusoe. Si lees esto, claro. Es la única prueba de que ojeas los libros que te regalo.»

Odiaba cuando su padre se ponía poético, aunque últimamente extrañaba esos recitales improvisados en casa. Colocó el libro con cuidado sobre el escritorio y acarició la portada como si fuera el rostro de su padre. Sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar la voz de su viejo.

La puerta de su oficina se abrió de golpe, interrumpiendo su melancolía.

—Profesor Orozco, ¿cuántas veces le he dicho que toque la puerta?
—Muchas, Guille, muchas.

Guillermo frotó sus ojos, dejando a la vista un leve enrojecimiento.

—Ya sé, la cátedra. Dame un minuto y voy.

—Tranquilo, no es por eso que estoy aquí.

—Tampoco pienso hablar de cómo me siento.

El profesor Orozco sacó un volante de su bolsillo: “Feria de proyectos de ciencia y cata de pasteles”. El dibujo, hecho con inteligencia artificial, mostraba a Albert Einstein comiendo un tiramisú.

—Es horrible. Parece hecho por un estudiante de física.

—Lo es. Todo el presupuesto se fue en los motores cuánticos y no quedó nada para publicidad. Además, uno de tus alumnos participa.

—Espero que no haya hecho el volante. Es terrible.

—Sécate las lágrimas y vamos.

—¿Y mis alumnos?

—Les pedí un resumen de tu artículo sobre la repetición en partículas.

Guillermo suspiró.

—Estoy seguro de que no entenderán que el multiverso es un rizoma y que las partículas tienen órbitas inclinadas para mostrar diferencias.

Orozco, visiblemente cansado de la tristeza de Guillermo, dijo:

—Estarán bien. Vámonos antes de que se acabe el tiramisú o alguien rompa las leyes del espacio-tiempo.

Guillermo sonrió forzadamente y dijo:

—Ahora te alcanzo.

Cuando Orozco salió, Guillermo acarició el libro unos segundos. “Quisiera escucharte al menos una última vez”, dijo.

II

El salón de exposiciones estaba impregnado del aroma a tiramisú y aceite hidráulico. La feria se dividía entre pastelerías y proyectos de física cuántica.

Guillermo mordía un trozo de pastel de zanahoria mientras observaba a unos alumnos intentando rescatar un muñeco de pruebas atrapado en el techo por efecto de una plataforma antigravedad.

—¿No había tiramisú? — dijo Guillermo.

—No, solo este espantoso tres leches —respondió Orozco, con cara de desagrado.

Guillermo consideraba la feria aburrida. De no ser por el pastel, habría regresado a su ciclo de bolas de papel y pensamientos melancólicos.

—¿Recuerdas a Lázaro José? —dijo Orozco.

—Vi uno de sus exámenes hoy.

—¿Qué tal?

—Mal. Es mejor en la parte práctica. Debería ser ingeniero.

Ambos dieron mordiscos a sus pasteles.

—Presentó un proyecto interesante. El chico es autodidacta.

Al fondo, un alumno comenzó a elevarse desde la plataforma antigravedad.

—Se hubiera auto-enseñado física de fluidos en ese caso. ¿Deberíamos ayudar a esos chicos?

—Dale una oportunidad. Además, lo hace por los créditos para aprobar tu clase.

Guillermo pensó que no quería aprobar a Lázaro; no lo merecía. Sin embargo, decidió ver la demostración antes de regresar a su oficina.

—Está bien, una oportunidad. Solo una.

Ambos caminaron entre los stands. Pasaron por los proyectos sin mucho interés. Cada año eran refritos de ideas que nunca terminaban de cuajar.

Llegaron al stand de Lázaro. Nadie se detenía allí. El joven estaba cabizbajo, sentado en una silla de cuerina negra, rodeado de cables desordenados.

—Te lo traje como prometí —dijo Orozco.

Lázaro se levantó e intentó peinarse, sin éxito.

—Seré honesto, Lázaro. No tengo ganas de estar aquí, así que podemos terminar rápido.

Orozco intervino:

—No seas duro con el chico. Está empeñado en hacer un cambio.

Guillermo, resignado, dijo:

—Adelante, te escucho.

Lázaro intentó encender un proyector holográfico, pero falló. Después de varios intentos infructuosos, dijo:

—Nunca me sale nada bien.

Guillermo, con un tono más paciente, respondió:

—Tranquilo. Explícalo a viva voz.

Lázaro empezó a hablar sobre su proyecto: un “creador de realidades”. Según él, el aparato manipulaba partículas en un nodo espaciotemporal, generando dimensiones de bolsillo basadas en ondas cerebrales.

El escepticismo de Guillermo se mezcló con una curiosidad inesperada.

—¿Se puede probar? — dijo Guillermo

—En teoría podría.

Guillermo insistió:

—Si lo haces, aprobarás mi curso.

Guillermo se colocó el equipo, dispuesto a arriesgarse con tal de escuchar las palabras que tanto deseaba de su padre.

III

Guillermo se acomodó en la silla mientras Lázaro ajustaba las correas del equipo. El casco parecía presionar su cabeza con una fuerza enorme, pero su deseo de escuchar a su padre lo impulsaba a seguir.

—Profesor, el sistema está en línea. Intente pensar en algo que despierte emociones fuertes —indicó Lázaro, mientras observaba los parámetros del motor cuántico en una pantalla pequeña.

Guillermo cerró los ojos y concentró sus pensamientos en su padre. Recordó la vez en que su relación se rompió: el día que decidió estudiar física cuántica en lugar de literatura, desechando los sueños que su padre tenía para él.

—Profesor, encontré una «isla» —dijo Lázaro emocionado, refiriéndose a una posible dimensión generada por las partículas colisionando.

—Sigue, no te detengas —respondió Guillermo.

Lázaro dudó.

—Profesor, las colisiones no se estabilizan. Si aumento la intensidad, podría ser peligroso.

—¡Hazlo! Si quieres aprobar mi curso, hazlo.

Lázaro, con un gesto de resignación, ajustó los controles. El motor cuántico comenzó a temblar, y un sonido grave resonó por todo el stand. Los números en la pantalla se volvieron erráticos mientras el casco generaba ondas que chocaban contra la cabeza de Guillermo.

—Profesor, esto es demasiado inestable. 

—¡No importa! Es mi única oportunidad de verlo.

De pronto, la pantalla del casco mostró una imagen: primero estática, después un destello que se convirtió en un jardín lleno de lirios bajo un atardecer anaranjado. Guillermo abrió los ojos con dificultad, mientras la vibración del casco se intensificaba.

—¡Lázaro! ¿Cómo puedo caminar aquí?

—No puede, profesor. Solo es un espectador.

En la pantalla, el jardín parecía moverse como si estuviera sobre rieles invisibles. La luz del atardecer molestaba sus ojos, pero Guillermo siguió observando con atención. Poco a poco, la imagen de un hombre apareció entre los lirios.

—¿Padre? —susurró Guillermo

La figura, aunque difusa, se volvió más clara. Era un hombre mayor, sosteniendo el libro de Meditaciones. Caminaba entre los lirios, sonriendo como lo hacía en los recitales en casa. Guillermo extendió una mano hacia la pantalla, queriendo atravesarla.

—Profesor, el universo está colapsando. Esto no durará más.

—Solo un poco más, Lázaro. Por favor.

La figura de su padre se detuvo y miró directamente a Guillermo. Aunque la distancia entre ellos parecía infinita, su presencia era reconfortante. La pantalla comenzó a llenarse de estática nuevamente, pero Guillermo alcanzó a escuchar una voz, tenue y distante:

—«Ningún hombre es una isla.»

La imagen se desvaneció. La pantalla quedó en negro, y el motor cuántico emitió un sonido agudo antes de apagarse por completo. Lázaro corrió a quitarle el casco a Guillermo, preocupado por su estado.

—¡Profesor! ¿Está bien?

Guillermo no respondió al principio. Sus ojos estaban rojos, tanto por el brillo de la pantalla como por las lágrimas. 

Lázaro lo ayudó a levantarse, pero Guillermo no tenía fuerzas para mantenerse en pie. Se dejó caer en la silla, cerrando los ojos.

IV

Pasaron algunos días desde el incidente en la feria. Guillermo había retomado sus clases, aunque aún sufría migrañas ocasionales. Esa mañana, estaba revisando los resúmenes que Orozco había asignado a sus alumnos.

Sin tocar la puerta, Orozco entró a la oficina, como era su costumbre.

—¿Cómo te sientes? —preguntó, sentándose sin esperar invitación.

—Mi cerebro casi termina licuado, así que estoy bien.

—Quería pedirte perdón por haberte dejado solo ese día en la feria.

—Lo sé. Es la tercera vez que lo haces, y entiendo tu excusa: había más tiramisú.

Guillermo sonrió débilmente y extendió la mano para que Orozco se sentara.

—No puedo quedarme mucho. Estoy ayudando a Lázaro a concretar su proyecto.

—Debe estar feliz. Ganó la medalla de tercer lugar y aprobó mi curso.

—Está eufórico. Eso será bueno para su autoestima.

Orozco miró el libro de Meditaciones en el escritorio. Notó que ahora estaba lleno de marcas y anotaciones.

—Orozco —dijo Guillermo, tras un largo silencio—, ¿por qué me apoyas? No somos familia, y la mayor parte del tiempo soy insoportable.

Orozco esbozó una sonrisa y respondió:

—Eso es sencillo, pero creo que deberías seguir leyendo ese libro.

—Lo he hecho, pero soy pésimo para entender esas cosas.

Orozco se levantó, preparándose para irse.

—Eventualmente lo entenderás. Por ahora, puedo darte un adelanto.

—Dime.

Orozco caminó hacia la puerta, pero antes de salir, volteó y dijo:

—«Ningún hombre es una isla.»

La puerta se cerró, dejando a Guillermo en silencio. Miró el libro sobre su escritorio y acarició la portada con cuidado. 

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About The Author

Juan José Sir Bernal

(Guatemala, 1996) Licenciado en Química Biológica Clínica y Traducción jurada inglés-español. Diplomado en producción literaria por la SADE.

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