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¿Qué es la filosofía? Una reflexión desde el pensamiento de Deleuze y Guattari

¿Qué es la filosofía? Una reflexión desde el pensamiento de Deleuze y Guattari

Del ágora al mercado

Preguntar qué es la filosofía no permite ingenuidades: es una cuestión a la que solamente podría hacerle justicia una persona –entre muchas– ya entrada en años. Sobreviene a medianoche, como última o penúltima interrogante.[1] En otras palabras: reparar en qué es la filosofía implica preguntar por lo que se ha venido haciendo toda la vida, no por aquello a lo que alguien podría –o no– dedicarse. Es posible hacer filosofía de jóvenes, pero saber qué se ha hecho acaece, naturalmente, sólo con la edad. Tiene mucho, todo que ver con la sobriedad. Es significativo que Deleuze y Guattari mencionen, en la primera página de su obra titulada ¿Qué es la filosofía?, a tres pintores –Tiziano, Turner, Monet– como ejemplos de madurez filosófica. Estaban viejos –en ese estado de gracia, soberano, situado entre la vida y la muerte– cuando pensaron lúcidamente en aquello en que toda su vida habían estado trabajando. También hablan de Chateaubriand, como ejemplo literario, y de Ivens, como caso ilustrativo de los cineastas. En el terreno específicamente filosófico, imposible sería no pensar en la Crítica del Juicio (1790), publicada por un Kant casi septuagenario. En ella, “todas las facultades de la mente superan sus límites”,[2] límites que el mismo Kant se esforzó en determinar. En 1991, Deleuze tiene sesenta y seis años y Guattari sesenta y uno; a éste le resta un año de vida y a aquél cuatro. Así que no se demoran inútilmente en decir lo que tienen que decir: la filosofía es el arte de formar, de inventar, de fabricar conceptos. Arte, no ciencia. Creación, no descripción. Y fabricar conceptos nunca puede hacerse en abstracto; se trata de una actividad que convoca momentos, ocasiones, circunstancias, paisajes, personalidades e incógnitas. El pensamiento filosófico ocurre más que discurre; está vivo. No coincide con la sabiduría, que muchas culturas poseen; no, la filosofía concierne a una proximidad y a una pretensión perpetua. La define, desde Grecia, una amistad por el saber, no una posesión formal. La diferencia no se reduce a una cuestión de grados, porque, mientras que los sabios piensan mediante Figuras, los filósofos se sirven de Conceptos. El Concepto, según nuestros autores, corresponde a la Amistad, al tiempo que la Figura se vincula con la Posesión. Pero una amistad que no liga únicamente a dos sujetos, sino al sujeto con la Verdad. Ella aparecerá como una suerte de Objetividad o Entidad o Esencia independiente. 

El filósofo es un especialista en conceptos, y, a falta de conceptos, sabe cuáles son inviables, arbitrarios o inconsistentes, cuáles no resisten ni un momento, y cuáles por el contrario están bien concebidos y ponen de manifiesto una creación incluso perturbadora o peligrosa.[3]

Esta frase resuena, en sí misma, suficientemente perturbadora. ¿Cómo sabe, de qué manera llega a concebir el filósofo si un concepto resulta inviable o inconsistente? Jugando con ellos, afinándolos, rechazándolos, manipulándolos, familiarizándose pacientemente con sus fuerzas y modos. Con el concepto, por lo demás, el filósofo establece un nexo imantado por el deseo. Si la Verdad es pretendida por muchos, entre los amigos surgirá por fuerza una rivalidad. La filosofía se tiñe entonces de elementos agonales. Existe una Verdad, pero nadie la tiene –ni la puede sostener– en exclusividad. ¡Decisiva diferencia con la Sabiduría! El filósofo traza el surco y abona una relación de amistad con la Verdad, y a ella ha de atenerse. Nunca podría arrogarse títulos de propiedad: jamás podría llegar a ser su Dueño y Señor; empeñarse en ello se antojará completamente estéril y contraproducente. ¿Por qué este principio de tacto y continencia? ¿De dónde procede? De la cosa misma, no del sujeto. Advertimos que la filosofía, en su historia, se ha contaminado con venenos diversos. En este punto, la presencia de Maurice Blanchot, invocada por Deleuze y Guattari, resulta imprescindible; repensar la filosofía en términos de Amistad modifica por completo el paisaje. El cansancio, cierto desamparo y la desconfianza impulsan al pensamiento en direcciones inéditas. Con Blanchot, la filosofía, sin dejar de acusar su origen helénico, va a ampliar su horizonte. “El filósofo es el amigo del concepto, está en poder del concepto”.[4] Ojo aquí: no posee el concepto; al contrario, es poseído por él. La filosofía no es un almacén, no se parece en nada a una tienda; se trata de una factoría donde los conceptos son creados. Ellos siempre son nuevos. La filosofía comparte con el arte, y también con las ciencias, una excepcional potencia de creación; pero su especificidad consiste en crear Conceptos. Éstos no existen como las Ideas, ni como los astros; no están esperando que algún adelantado los descubra. Es menester inventarlos. Antes de la filosofía, carecíamos de Conceptos; había otras maneras de entender e intervenir en el mundo. Ubicados en semejante atalaya, lo escrito por Platón se aproxima más a la Sabiduría que a la Filosofía. De aquélla se puede esperar que se transforme en lo que precisamente la filosofía no es: contemplación, reflexión, comunicación. Los Conceptos no se contemplan, porque no existen antes de ser generados. No se reflexionan, pues lo que se crea en otros ámbitos –las matemáticas o la música, por caso– no tiene que esperar la llegada de la filosofía: cada disciplina alberga su propia reflexión. Finalmente, los Conceptos ni siquiera son comunicados, o no esencialmente; no persiguen consensos ni acuerdos democráticos (a pesar de que la Democracia es, sin duda, un invento genuinamente filosófico). Contemplar, reflexionar, comunicar: gestos que no sirven para crear Conceptos, sino para producir Universales, que ya persiguen algo muy diferente. Aquí la distancia entre ambos llega a ser formidable. Un Concepto no tiene pretensión alguna de universalidad. Lo que hace es, en todo caso, construir Singularidades. ¿Qué significa eso? Que por fuerza se habla de perspectivas, escenarios, territorios, tinglados. Sustancia, Cogito, Mónada, Condición, Potencia, Tiempo… De Aristóteles a Bergson, estos nombres hacen referencia a personajes, no a simples rubros o a etiquetas huecas. Palabras ordinarias dotadas de extrañas resonancias, palabras extraordinarias empleadas en contextos normales. Para crear un Concepto se requiere gusto, un gusto propiamente filosófico; y, en primer lugar, parece fundamental abandonar toda infatuación: existen distintas modalidades del pensamiento, y la filosofía no detenta sobre él ningún monopolio. Por lo demás, ella no emerge en cualquier lugar y tiempo; pertenece íntimamente a la estructura de la Pólis, no a los Imperios ni a los Estados. Una vez más: la estructura agonal –la rivalidad, la competencia, el juego, la lucha– le es inherente. Desde su nacimiento, se ha enfrentado a un conjunto heteróclito de pretendientes. Al día de hoy, incluso la Mercadotecnia le disputa la tarea. Un Concepto es, en sus manos, un Producto; un Acontecimiento, la exhibición de una narrativa. No importa demasiado; la filosofía nunca cae del cielo. Por insolentes o impresentables que sean sus rivales, no prospera si no es en la sequedad de semejantes climas. Los Conceptos de la filosofía en absoluto son mercancías, sino aerolitos. Con todo, es posible y hasta necesario reconstruir el movimiento fatal que ha llevado a confundirla con la Publicidad; después de Kant, merced al Idealismo alemán, se incurrió en la desgracia de identificar, de nuevo, al Concepto con el Universal. Nada más heterogéneo y deletéreo. Se ha transitado de la Enciclopedia a la Academia Comercial, pasando por la Pedagogía. Devastador.

El montaje filosófico

Nunca ha estado hecha de una sola pieza: la filosofía quiere ser –y tiene que ser, aunque ella no lo sepa– una composición, una articulación, una máquina. Ensambla conceptos, planos, personajes, horizontes. Significa, sin duda, un modo de introducir orden en el caos, pero, a diferencia de otras estrategias, como la ciencia o la lógica, mantiene con él un vínculo de proximidad y, preeminentemente –lo que en verdad modifica todo– de amistad. Diríase incluso de complicidad, si no se hiciera referencia con ello a un vocablo tan gastado. ¿Qué la distingue entonces del mito, de la epopeya, de la tragedia, de la novela, del poema, de la sinfonía, del montaje cinematográfico? ¿Le creemos lo que ella acostumbra afirmar y rechazar de sí misma? Vayamos con calma. Se da un punto de partida, un comienzo, que concretamente es un problema. El problema yo lo tengo, puedo tenerlo, pero también puede ser anónimo, problema de nadie. Contemplemos El Grito, de Edvard Munch; ahí hay un problema. No tenemos idea de quién es ese hombre, ni de qué cosa lo ha conducido a esa expresión de terror sin nombre y sin objeto. Pero, viéndolo, hace posible pensar que alguien haya experimentado ese pánico, y que, a no dudarlo, haya sido por algo. El trabajo filosófico se complica –pero también se simplifica– cuando, soberanamente, rehúsa ajustarse a las indicaciones e instrucciones de Platón. “El concepto expresa el acontecimiento, no la esencia o la cosa”.[5] ¿Cuándo deja de ser platónica la filosofía? No dejará de llamar nuestra atención que el primer ejemplo ofrecido por esta abigarrada, pero a la vez sobria, geofilosofía, sea el concepto de Otro (articulado con el Rostro). Sujeto y objeto sólo se materializan como extremos –no poco caprichosos– de la madeja. Pues se habrá observado que aquí se trata ante todo de captar a la filosofía in fraganti, prescindiendo deliberadamente de definiciones lógico-normativas. La filosofía es un modo de hacer, no un sistema ni una disciplina. Lejos de toda abstracción hueca. Cerca del arte, porque se empeña en inventar esos inquietos y fluctuantes artefactos llamados conceptos. Próxima a la fenomenología, en tanto que proporciona descripciones de su modo de existencia. La filosofía viene siendo una manifestación de la Voluntad de Poder: ni una contemplación de esencias, ni una reflexión especulativa, ni una comunicación de los pensamientos. Completamente fuera o al margen de la Dialéctica –o la danza– de un Sujeto con su Objeto. Decididamente de espaldas a la Teología. La palabra clave, en cualquier caso, como se ha adelantado, es Amistad; menos con el saber que con la Vida. Al principio, no resulta sencillo imaginar un concepto vivo; pero no parece imposible. 

En el suceso originario de la formación del concepto (…) se produce a la vez la autorrealización con sentido del individuo, que en el acto de la formación del concepto une entre sí, en una libre actividad propia, la apropiación del mundo y la generación del mismo, es decir, une el sentido (contenido objetivo del concepto) y el ser (realización subjetiva del concepto) para lograr la unidad del conocimiento.[6]

Los conceptos no son representaciones, ni copias, ni reflejos, ni instantáneas de una realidad preexistente. Perfilan o delinean un acontecimiento futuro, nunca existente de antemano. En tal sentido, un concepto sería tan real como los acontecimientos que suscita. Pensar no es retratar, ni siquiera relatar: alude a una realidad sui generis –no actual– que, a su turno, engendra realidad. Se puede adivinar la retorsión o enfado que semejante gesto provocará automáticamente en la institución. Bien visto, no presenta, sin embargo, dificultades insuperables; no a la inteligencia, y menos aún a la sensibilidad o a la imaginación. Pero no deja de ser interesante que provoque tanto repudio, sobre todo entre los filósofos más rígidos y obtusos (los científicos se cuecen aparte: recuérdese a Sokal y Bricmont). Declarar que la filosofía no constituye, fundamentalmente, un discurso, ya es bastante provocación. Que no es lógica –que no enlaza proposiciones– cala todavía más. Es que el concepto en el que están pensando Deleuze y Guattari tiene menos de proposicional que de musical: semejan tímpanos o pabellones. Resuenan, vibran con los cuerpos. Producen efectos similares a los armónicos generados por un instrumento de cuerda. En esto, por lo demás, se distinguen nítidamente de las piezas de un rompecabezas: no encajan unos con otros debido a que nunca hay un Todo en acto o en virtud del que sean fragmentos. En una palabra: están (como) vivos. 

“No resulta equivocado al respecto considerar que la filosofía está en estado de perpetua digresión o digresividad”.[7]

Uno muy bien puede imaginarse –y hasta justificar– el gesto de desesperación de los lógicos o de los filósofos normales. De poco servirá aducir ejemplos. Pero el primero de ellos en ser elegido será nada menos que el Cogito –el Yo– cartesiano. Querer saber si es verdadero o falso, correcto o incorrecto, sale sobrando, carece de pertinencia; las preguntas serían: ¿funciona o no?, ¿permite hacer algunas cosas?, ¿cómo actúa? Responder ya no depende de Descartes, porque un concepto está maduro o no, se engancha formando una red –o no–. Primero, pues: no es un capricho dejado al arbitrio del filósofo. Segundo: se encuentra articulado: dudar, pensar, ser. Completo, dice: Yo, que dudo, pienso y soy; soy una cosa pensante. Tres verbos: dudar, pensar, ser. Con sus respectivas fases o modos (ojo: no son especies de un género). El Cogito enlaza con Dios, concepto que a su vez se halla triplemente articulado. Antes no existía este preciso concepto porque no se había hecho necesario; con Descartes ha aparecido y hecho irrupción un problema nuevo: ¿Cómo lograr que la verdad consista en una certidumbre subjetiva absolutamente pura? Así, la afirmación de que un concepto no tiene referente encuentra confirmación: “Un concepto siempre tiene la verdad que le corresponde en función de las condiciones de su creación”.[8] Es todo un tinglado: trazar un plano, formular un problema, crear un concepto. ¿Para qué? Todo deviene. Planos, problemas, conceptos. No hay verdaderos o falsos; hay mejores o peores. Continuando con su metáfora auditiva, Deleuze y Guattari aseguran que un concepto sólo es mejor que otro cuando “permite escuchar variaciones nuevas y resonancias desconocidas”.[9] Cuando favorecen la aparición de un Acontecimiento capaz de sobrevolarnos. Otra metáfora recurrente: elevarse por encima de nosotros. No repetimos aquello que dijeron los grandes filósofos: volvemos a hacer lo que hicieron para fabricar, con su inspiración, nuestros propios conceptos. El filósofo no es un discutidor, sino un jugador. Discutir es como ir en persona por el balón cuando el contrincante, que nunca juega el mismo juego, no sólo no lo anida en la portería sino que lo vuela del Estadio. Todas las Éticas del discurso y las Teorías de la acción comunicativa –todas las hermenéuticas, por muy críticas que sean– tienen, por lo mismo, y sin escape, algo de clerical. “Quienes critican sin crear, quienes se limitan a defender lo que se ha desvanecido sin saber devolverle las fuerzas para que resucite, constituyen la auténtica plaga de la filosofía”.[10] Nada tan alejado de la verdadera actividad filosófica. Si el diálogo conserva algún sentido, lo hace para construir con él un concepto, nunca para llegar a acuerdos que son más bien frutos del cansancio. No es cuestión de interpretar, ni de dialogar, ni de saber muchas cosas, ni siquiera de aplicar un método probado de descubrimiento. Filosofar es inventar, e inventar es vivir.

Sobriedad del pensamiento

A menudo, Platón hace exactamente lo contrario de lo que dice hacer. Bueno: es Platón; inútil será quejarse. Crea conceptos, pero asegura que los descubre a partir de algo ya hecho. ¿Quién los hizo (él les llama “Ideas”)? Yo, no. Ningún Yo (ni Dios). Descartes no podría, ni soñando, alumbrar, en tales condiciones, a su Cogito. ¿Por qué? No por falta de inteligencia, ni siquiera por ausencia de audacia. El Cogito es impensable en un suelo griego. En él no hay espacio para un Dios Todopoderoso, y menos todavía para un Dios que, encima, se compadece de los humanos y envía a su Hijo a salvarlos. Algo terrible, traumático, implosivo, ha debido suceder para que semejante torsión y retorsión tenga verificativo; para que, sencillamente, algo así sea imaginable, o mínimamente pensable. No, hay Ideas porque sencillamente no existe –ni puede existir– nada de eso. Se requiere algo más, que ya no dependerá de la filosofía: que el sujeto se sienta seguro. Demasiado dueño de sí, acaso. Faltan innumerables condiciones. Platón, para no ir más lejos, escribe el Parménides sin recurrir en absoluto al Cogito, creando el concepto de Uno: con él intenta pensar, nada menos, la unidad o ensambladura del Ser con el No-ser. “Y es que, en el plano platónico, la verdad se plantea como algo presupuesto, ya presente. Así es la Idea”.[11] Nadie la inventa: la Idea está ahí desde y para siempre. A diferencia de las cosas, que son-y-no-son, las Ideas son sólo y exclusivamente aquello-que-son. ¿Cómo podrían relacionarse unas con otras? Las cosas sólo pueden pretender ser Ideas, pero no lo son. El único vínculo posible entre ambas es la participación; por eso no hay cabida para el Cogito, que capta de inmediato –sin la cesura del tiempo– lo que es. “Será necesario que la pretensión cambie de naturaleza: el pretendiente deja de recibir a la hija de las manos de un padre para no debérsela más que a sus propias hazañas caballerescas… a su propio método”.[12] El Cogito, un Caballero Andante. Lo importante es que, en filosofía, un concepto no progresa, no evoluciona, no crece; ha de desaparecer, desvanecerse para cederle su sitio a otro. Si se le añade algo, un concepto puede estallar o mutar. Es justo lo que ocurre cuando Kant introduce el Tiempo entre un Yo Pienso indeterminado y un Yo Otro –que anuncia a Rimbaud–. Ahora bien, Kant no precisamente corrige a Descartes: levanta otro plano y formula otro problema que el Cogito cartesiano no puede resolver. No fue creado por Descartes para eso. Él tuvo que expulsar el tiempo para despedirse de Platón, pero Kant lo debe reintroducir para pensar un Yo menos acartonado, más fluido. “El concepto es el perímetro, la configuración, la constelación de un acontecimiento futuro”.[13] El concepto no dice lo que es, sino lo que va a aparecer a partir de entonces. En esa antelación se distingue claramente del proceder de la ciencia, que sólo se puede ocupar de aquello que es. También se deslinda de la vivencia, que solamente se agregaría –de manera compensatoria– a la ciencia. Crear conceptos es una acción o una actuación que alcanza aquí una altura casi sobrenatural, casi trascendental (el “casi” es esencial). Este sería el sentido de la palabra sobrevolar: se trata de nominar su actividad –su radioactividad– propia, que se separa de la actitud necesariamente pasiva o, mejor, reactiva, de la ciencia (dejando respetuosamente de lado cualquier uso peyorativo del adjetivo). Ella, como se verá, no se ocupa de conceptos, sino de funciones e invariancias. Se entiende por qué esta noción de Concepto apunta por fuerza a un Plano de Inmanencia –un Todo curvado y fragmentado– para que se halle en situación de operar. No es posible avanzar un milímetro sin servirse de metáforas: dados, mesas, olas, ecos, islas, archipiélagos, desiertos, arenas movedizas, tribus, pueblos, esqueletos, cráneos… Vista así, la filosofía no podría no ser emocionante. Somos seres lentos que juegan con velocidades infinitas. “Los conceptos son acontecimientos, pero el plano es el horizonte de los acontecimientos, el depósito o la reserva de los acontecimientos puramente conceptuales”.[14] Los conceptos son dados que se lanzan a la mesa, misma que Deleuze & Guattari cualifican como la imagen del pensamiento, distinguiéndola de métodos, opiniones o estados de conocimiento. Es que no hay que confundir el Plano de Inmanencia con los Conceptos que lo ocupan. ¿Qué pasaría si lo hacemos? El Plano de Inmanencia no es conceptual: es prefilosófico, intuitivo. Tratarlo como si fuera un Concepto produce un logicismo omnidevorante, como, posiblemente, el de Hegel. La separación entre ambos es diáfana en Descartes, Platón, Kant e inclusive en Heidegger –pero no se ha dicho aún una palabra respecto a Hegel

Prefilosófico no significa nada que preexista, sino algo que no existe allende la filosofía aunque ésta lo suponga. Son sus condiciones internas. Tal vez lo no filosófico esté más en el meollo de la filosofía que la propia filosofía, y significa que la filosofía no puede contentarse con ser comprendida únicamente de un modo filosófico o conceptual, sino que se dirige también a los no filósofos en su esencia.[15]

Un ejemplo: el Uno-Todo. François Laruelle y Étienne Souriau son mencionados en este recodo: ellos han escrito admirablemente sobre la instauración no filosófica de la filosofía. El Plano de Inmanencia es la Tierra, que será poblada por los Conceptos. En cuanto tal, remite a un área peligrosa. No existe filosofía sin esa zona no filosófica que se relaciona con el sueño, con la enfermedad, con la embriaguez, con el exceso. Georges Bataille la alineaba con la experiencia de lo Sagrado. “Pensar es siempre seguir una línea de brujería”.[16]Esta frase resulta naturalmente impactante. La concepción escolar o convencional de la filosofía experimenta una violenta sacudida, y es al menos dudoso que obedezca a una banalidad como el pensamiento sesenta y ocho. Quienes lo han dicho acusan obvio resentimiento e inocultable envidia. Pero bueno, allá ellos. La idea de que pensar nos vuelve otros –ni mejores, ni peores, ni siquiera más humanos– no parece ser del agrado de todos. Otra sentencia de la misma página nos relanza: “El problema de la filosofía consiste en adquirir una consistencia sin perder lo infinito en el que el pensamiento se sumerge”. ¡Semejan mantras!  En realidad, son observaciones fundamentalmente sobrias; en ese rizo o en esa curva la filosofía se despide de la ciencia. Pero es verdad que no a cualquier lector esto le va a gustar o a quedar claro. ¡Menos aún si estudia filosofía! Los prejuicios, en tal caso, se arraciman. Ocurre con su conversión en profesión algo realmente inicuo: es cooptada por la Religión, que no puede dar un paso sin recurrir a un ámbito Trascendente: a saber, la condición para ejercer el despotismo de un individuo o un grupo que, henchido de entusiasmo, con temor y temblor, pero también con enorme diligencia, se pretende en contacto directo con los dioses. Los filósofos no son Sabios, sino amigos del Saber. Y saber es saber preguntar, no responder a cualquier interrogante que se formule, por más urgente que se presente. “Únicamente los amigos pueden tender un plano de inmanencia como un suelo que se hurta a los ídolos”.[17] Esto suena nietzscheano y spinozista a tope. ¡Significativo que a la filosofía normal –es decir, cristiana– se les atragante! En breve: asistimos, extasiados, a la metamorfosis de la genealogía en geología. ¿Estamos todavía dispuestos a sumergirnos en esos mares?

La vida zombie

El nihilismo no es la Nada, sino la Voluntad de nada, el Deseo de nada, que se contrapone a la afirmación de lo que es. Para depreciarlo, hace falta una ficción que absorba las fuerzas afirmativas. La vida no vale nada, como dice la canción de José Alfredo Jiménez. No, porque hay algo que vale más que ella: abstracciones como el Dinero, o la Venganza, o la Justicia, incluso como el Amor o el Sexo. En Hegel, existe desde luego algo superior a la vida, y que la utiliza y condiciona: el Reconocimiento. El Amo llega a ser Amo precisamente porque desprecia la vida, su propia vida, en nombre de un ideal. Niega a aquélla a fin de poder afirmar a éste. El Amo es esclavo del Ideal exactamente como el Esclavo es esclavo de la vida. Tal resultado se alcanza mediante la creación de una ficción, que es parecida a un globo aerostático. Vista desde su altura, la vida se achica, disminuye. El helio de estos globos es Dios; el Señor no es una ficción entre otras, sino la condición para que la vida sea juzgada como carente de valor. No importa demasiado su nombre: se le llamará Esencia, Bien, Verdad, Razón; da igual. Lo que caracteriza a estas Grandes Palabras es su deseo de romper el hechizo –así será concebido– de la vida. La voluntad de poder no queda desactivada: se vuelve en contra de la vida, que es muy distinto: “Nihil en nihilismo significa la negación como cualidad de la voluntad de poder. En su primer sentido y en su fundamento, nihilismo significa pues: valor de la nada tomado por la vida, ficción de los valores superiores que le dan este valor de la nada, voluntad de la nada expresada en estos valores superiores”.[18] Tal sería el primer sentido de la palabra: la vida resulta anulada, depreciada en virtud de la fuerza de valores supuestamente superiores a ella; el segundo sentido acaece, de suyo, cuando esos valores supuestamente superiores son, a su turno, anulados o depreciados. ¿Por quién? Por la vida, pero por una versión debilitada, calumniada, sobajada y raquitizada de la misma. No es que se experimente una especie de fatiga o declinación metafísica, no es falta de fuerza: es esa misma fuerza, intensa, insidiosa, sólo que vuelta contra su propia emergencia. Dos nihilismos entonces: primero, el de los valores superiores, erigidos contra la vida; y segundo, el de la vida deteriorada, que no respeta ya a esos valores, pero que no dispone en sí misma de la confianza requerida para crear otros nuevos, diferentes. Verdaderamente diferentes, es decir: valores que emancipen, dignifiquen y fortalezcan a la vida. Negación activa de la vida –negación reactiva de la moral–. No se ha logrado salir del círculo vicioso, del círculo perverso. Dios y la muerte de Dios, como articulación de una pinza, no dejan que la vida florezca. La negación de la negación no es todavía –no podría serlo– una afirmación. Se inventa lo Universal para aplastar al particular, pero tarde o temprano este particular reacciona contra lo Universal. Pierde su inocencia: ¡Nunca me lo volverán a hacer! Desafortunadamente, nada afirmativo surgirá de ello. “Cuando, bajo la voluntad de la nada, la vida universal se convierte en irreal, la vida como vida particular se convierte en relativa. La vida se convierte en irreal en su conjunto y reactiva en particular contemporáneamente”.[19] El primer nihilismo engendra al segundo y lo tolera porque en el fondo lo necesita: el Padre se apoya en el Hijo. Deleuze está describiendo, sin anunciarlo expresamente, el movimiento de la Santísima Trinidad. Un Universal ficticio y excesivo, un Particular impotente y resentido. Menuda mancuerna. El judaísmo no puede evitar el dar nacimiento al cristianismo. Un paso más: ni judaísmo ni cristianismo son suficientes ante las fuerzas reactivas. Porque ellas desconfían. ¿De qué? De la Voluntad de Poder. Entonces darán un salto al budismo (que forma parte de la New Age): mejor desconectarse de la corriente: “Apagarse pasivamente antes de ser conducidos desde fuera”.[20] Se ve claro que este proceso tiene poco que ver con la creencia o la increencia. Se podría contar de otra manera. No basta con la muerte de Dios; no cuando muere de pena, cuando muere por piedad a los débiles o a las víctimas. Tampoco basta cuando muere por abuso de autoridad: su piedad lo lleva a traspasar el límite de mi propia intimidad. Por misericordia se ha vuelto impúdico e indiscreto. La piedad también es mórbida: se solaza en la vida decrépita, impotente. “Militante, anuncia la victoria final de los pobres, de los que sufren, de los impotentes, de los pequeños. Divina, les concede esta Victoria”.[21] La piedad es la práctica del nihilismo, porque se satisface con el sufrimiento del otro, pretendiendo ayudarle con su cruz. Se trata de una doble negación que no tiene nada de dialéctico: por piedad se imagina un mundo de Dios, pero este ha de morir por la misma razón: piedad por la vida deteriorada. Dios es entonces asesinado por los hombres reactivos, que, según Nietzsche y la más palmaria evidencia, son todavía peores que aquellos que le siguen profesando un culto. Son hombres que simple y llanamente se ponen a sí mismos en el lugar de Dios. Se encaraman a su trono. Ha llegado el tiempo de los imbéciles ahítos de poder. El espectáculo es francamente bochornoso. Nietzsche los describe en El hombre más horrible, en Fuera de servicio y en El adivino del Zaratustra. Es la hora del ateísmo, pero de un ateísmo infame. “Así explicada, la historia nos conduce aún a la misma conclusión: el nihilismo negativo viene sustituido por el nihilismo reactivo, el nihilismo reactivo desemboca en el nihilismo pasivo“.[22] Al Padre sigue el Hijo, y al Hijo el Espíritu: pero, para Nietzsche, el Espíritu es Buda. Oriente no se quedó atrás: es el porvenir de Occidente. El trayecto es visible: no importa Dios, sino los Valores que siguen y seguirán amordazando y asfixiando a la vida. Esos valores son segregados menos por un Dios Infinitamente Misericordioso que por humanos marcados por una mediocridad infinita. Se trata siempre de lo mismo. No de la muerte en contra de la vida, sino de una vida muerta, de una vida vampírica y zombie, sonambúlica, parasitaria. 

Es siempre la misma vida, esta vida que se beneficiaba en primer lugar de la depreciación de la vida en su conjunto, esta vida que se aprovechaba de la voluntad de la nada para conseguir su victoria, esta vida que triunfaba en los templos de Dios, a la sombra de los valores superiores; después, en segundo lugar, esta vida que ocupa el lugar de Dios, quien se rebela contra el principio de su propio triunfo y no reconoce más valores que los suyos; finalmente, esta vida extenuada que preferirá no querer, apagarse pasivamente, antes que ser animada por una voluntad que la sobrepase.[23]

La Edad del Padre, la Edad del Hijo, la Edad del Espíritu. Dios ha muerto, sin duda, pero sus relevos –individuales y colectivos, personales e institucionales– continúan, sin el menor contratiempo, el trabajo, el desgaste. Un micro-nihilismo, un nihilismo embozado y maquillado. Un nihilismo de buen ver. Advertimos de qué forma Nietzsche no parece hacerse demasiadas ilusiones con la muerte de Dios; de ella a la activa revaloración de la vida resta aún mucho trecho. Entretanto, admiraremos a un número interminable de adefesios, en toda la faz de la Tierra, ocupando la pasarela. Porque el nihilismo no es un acontecimiento puntual ocurrido una vez en la historia, sino su motor (concebida, por descontado, como Historia Universal). Tal es el sentido del Sentido.

Bibliografía

Deleuze, Gilles, Nietzsche y la filosofía, Anagrama, Barcelona, 1986.

Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, ¿Qué es la filosofía?, Anagrama, Barcelona, 1993.

Benedikter, Roland, Enciclopedia de obras de filosofía, Herder, Barcelona, 2005.


Notas

[1] G. Deleuze y F. Guattari, ¿Qué es la filosofía?, Anagrama, Barcelona, 1993, p. 7.

[2] Ibid., p. 8.

[3] Ibid., p. 9.

[4] Ibid., p. 11.

[5] Ibid., p. 26.

[6] Roland Benedikter, Enciclopedia de obras de filosofía, Herder, Barcelona, 2005, p. 527.

[7] G. Deleuze, op. cit., p. 29.

[8] Ibid., p. 32.

[9] Ibid., p. 33.

[10] Ibid., p. 34.

[11] Ibid., p. 35.

[12] Idem.

[13] Ibid., p. 37.

[14] Ibid., p. 40.

[15] Ibid., p. 45.

[16] Ibid., p. 46.

[17] Ibid., p. 48.

[18] G. Deleuze, Nietzsche y la filosofía, Anagrama, Barcelona, 1986, p. 208.

[19] Ibid., p. 209.

[20] Ibid., p. 210.

[21] Idem.

[22] Ibid., p. 212.

[23] Ibid., p. 213.

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About The Author

Sergio Espinosa Proa

(CDMX, 1952) se doctoró en Filosofía en 1997, por la Universidad Complutense de Madrid, con una tesis sobre lo Sagrado, dirigida por Félix Duque. Profesor de la Universidad Autónoma de Zacatecas, México, y miembro del Cuerpo Académico *Filosofía y antropología*. Ha publicado más de cuarenta libros y numerosos ensayos, principalmente sobre filosofía del arte y de la religión, habiéndose hecho acreedor a varios premios y reconocimientos académicos. Miembro del SNI Nivel II.

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