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Noche criolla. Un cuento sobre violencia transfóbica

Noche criolla. Un cuento sobre violencia transfóbica

Después de cruzar una cortina de cuentas de madera, se llega al salón principal. No es muy grande, pero caben una docena de mesas bajas y bancos para sentarse. Al fondo hay un escenario amplio, cubierto por una cortina gruesa y pesada. El resto de la decoración lo hacen elementos como cortinas de brocado, lámparas de cristales móviles y espejos con marcos de un dorado antiguo. Arriba del escenario se distingue una barra de acero, de la que se soportan muchos reflectores grandes y pequeños, orientados en diversas direcciones. Hay quinqués con velas en cada mesa, adornados con ramilletes de flores de papel. Varias mesas ya están ocupadas. La gente está llegando poco a poco. Cuando no hay más mesas libres, los parroquianos piden una copa y se acercan a la pared más cercana al escenario.

Después de un tiempo, se empieza a oír movimiento tras la cortina que cubre el escenario. Un aparato de sonido empieza a ser probado desde el interior. En cierto punto, se escucha una melodía grabada a buen volumen y se abre la cortina, dejando ver el escenario completo. En la pared del fondo se ha pintado un paisaje tropical; palmeras, vegetación, allá al fondo el mar y unas barquillas. Aves marinas atraviesan el cielo claro y límpido. El presentador, de riguroso esmoquin y ancha sonrisa, se hace presente y, después de probar el micrófono con unos soplidos discretos, empieza su anuncio:

—Señores y señoras, es un gusto para el cabaret Veracruz de antaño, presentar a la sensación jarocha, la única, la inigualable, ¡Toña la negra!

Se escuchan aplausos que se enciman a la introducción de la música. Es la conocidísima pieza Noche criolla, que arranca con un trío de trompetas con sordina al que se empieza a incorporar el sonido del piano y un saxofón. Como base, el ritmo tropical de los bongós y una tumbadora. Por el extremo derecho aparece el personaje de una Antonia Peregrino joven y sencilla. Está ataviada con el vestido de fandango jarocho, de colores, no el clásico traje blanco de jarocha. Es un faldón de algodón floreado con holanes, pero sin encaje. La parte superior la cubre una blusa de algodón y una mantilla, ambas blancas y ligeras. Sobre el faldón cae un delantal de tela oscura y en la mano derecha lleva un abanico cerrado. Al atuendo lo completa un rebozo amarillo enredado sobre la cintura, que se enreda en ambas muñecas al frente. Ella se coloca al centro del escenario y empieza a cantar pausadamente: Noche tibia y callada de Veracruz / cuento de pescadores que arrulla el mar / vibración de cocuyos que con su luz / bordan de lentejuela la oscuridad / bordan de lentejuela / laos-cu riiii-daad. Una lluvia copiosa de aplausos.

Sus movimientos son muy discretos al acompañar el canto. La fonomímica es perfecta, sincronizada. Se ve de lo más natural. Apenas levanta los codos en ángulo y coloca las manos en posiciones diferentes. Gira un poco mirando al público del fondo y de los lados, con elegancia. Esa voz, ese timbre, esa belleza tropical que tanto gustó al público de México…

Ella es morena, un poco regordeta y está apenas maquillada; su negro pelo está trenzado y recogido en un chongo arriba de la nuca, y un arreglo de pequeñas flores blancas y rojas al frente y un moño rojo completan el tocado. Resaltan los aretes dorados de filigrana y un broche dorado también, puesto al centro de la blusa, justo donde nace la linea del busto.

Noche tropical, lánguida y sensual / noche que se desmaya sobre la arena / mientras calla la playa su inútil pena / noche tropical, cielo de tisuuu / Tiene la sombra de una mirada criolla / noches de Ve-ra-cruuuz / noches de Veracruuuuuuz. Termina la primera pieza y el público aplaude ferozmente. Se escuchan gritos y algún chiflido. Ella agradece con modestia y se seca sobre el labio superior con un pequeño pañuelo blanco que aprieta después dentro de la palma de la mano. Camina un poco hacia el fondo del escenario cuando empieza la música de la siguiente pieza: Lamento Jarocho. El público la reconoce y empieza a aplaudir con entusiasmo. Ella voltea y mira al público que entonces calla y espera que inicie la hermosa letra del célebre Agustín Lara. Así siguen Vereda tropical, Cenizas, Oración Caribe, Humo en los ojos y otras.

Cuando termina el programa, Toña la negra empieza a despedirse haciendo pequeñas caravanas, sonriendo al público y hasta lanzando algún beso con la mano. El público no quiere que se vaya y empieza a aplaudir fuertemente, mientras pide otra pieza más. Ella sonríe y empieza una última pieza adicional: los violines se arrancan con un tango: Arráncame la vida. Claro, un tango con mucho sabor tropical. Llega el final con la frase: Porque al fin tus ojos me los llevo yo… Se repiten los aplausos y los gritos, pero la cantante agradece y empieza a salir del escenario.

Sale detrás y se dirige por un estrecho pasillo al cuarto habilitado como camerino. Entra y cierra la puerta tras de sí. Se sienta frente al tocador, lleno de cosméticos, cremas y botes. Se mira en el gran espejo rodeado de foquitos encendidos. De cerca se notan más los detalles. Allá afuera, los juegos de la oscuridad y las luces de colores ayudan a crear la ilusión. Aquí frente al espejo, los detalles saltan a la vista. Empieza quitándose la peluca con el tocado adherido y la pone sobre la cabeza de nieve seca, situada a un lado. Se desmaquilla usando una pequeña toalla y crema. Sus rasgos toscos de hombre, se hacen más evidentes. Se quita los aretes y entremete los dedos de las manos entre el cabello real, aflojándolo. Ahora viene la ropa: se quita con cuidado el broche dorado, para dejar libre la mantilla, que sale fácilmente. Ahora se quita la blusa, quedando expuesta la camiseta elástica que amolda el cuerpo y sostiene un par de senos artificiales, hechos de tela y algodón. Se saca las prótesis una a una y se quita también la camiseta elástica. Se cuela una playera de manga corta color lila. Se levanta de la silla, sin dejar de mirarse. Se saca la falda y el mandil que está pegado a ella. Abajo tiene un faldón grueso que también se quita y coloca a un lado. Se pone un ajustado pantalón de mezclilla y se calza unos tenis. Se mira de cuerpo entero, haciéndose para atrás y, satisfecho de su imagen, sale del camerino hacia el cabaret.

En el pasillo se encuentra a Mirta, quien lo saluda afectuosa.

—Hola manito, ¡buen show el de hoy!

—Igual que todos, diría yo. Perfecto.

—Ay, qué modesto. Le tienes muy bien tomada la medida a La negra.

—Yo soy la reencarnación de Toña.

—Si tú lo dices… —Mirta le da un beso superficial y sigue su camino. Armando entra en el salón, donde todo es barullo, risas y el ritmo de Vereda tropical. Atraviesa entre las mesas y llega hasta la barra.

—Dame un agua mineral con hielos, papito.

El cantinero le ríe coquetamente y le entrega el vaso largo con hielos, agua burbujeante y un popote rosa.

Armando bebe de su vaso y empieza a caminar de regreso al punto de donde salió. Sorbe rápidamente el resto del contenido del vaso y lo deja en una mesa vacía. Se frota las manos y sonríe para sí. Entonces decide salir del local y se dirige a la entrada principal. Ahí le encuentra un hombre de mediana edad, de guayabera blanca y amplia sonrisa. Lo intercepta.

—Armandito, ¿a dónde vas con tanta prisa? —Armando hace una mueca con la boca.

—Estoy aburrido. Voy al centro un rato.

—Acuérdate que estamos en días de carnaval. Hay mucho loco y mucho mariguano por las calles. ¡Cuídate, corazón! —Él sólo asiente con la cabeza, pero ya está por salir.

Afuera se siente fresco, en comparación al calor dentro del cabaret. Se enfila caminando por la acera al centro de Veracruz, a unas pocas cuadras. Atraviesa una avenida y está frente al malecón. El mar está algo picado. Se siente la brisa de mar en la cara. A lo lejos se ve un barco con miles de lucecitas sobre él. Sigue caminando, respirando el aroma de la calle.

Cuando llega a los portales, distingue varios grupos de chicos divirtiéndose. Conoce a algunos de ellos. Les sonríe y les saluda de lejos moviendo la mano.

Sigue su camino. Hay mucha gente por el turismo que trae al puerto los días de Carnaval. Distingue a su grupo de amigos y apresura el paso. Hace calor, pero una suave brisa le da directo en la cara.

—¿Holaaa, cómo van? —Saluda a todos con una gran sonrisa.

—Mana, ¿dónde andabas? —pregunta la Loren, haciendo una pose sexy.

—¿Dónde va a ser?, dando mi show.

—¡Qué bárbara, Ana Bárbara! ¿Y cómo estuvo?

—Genial, como siempre.

—Ya no es novedad —dice Miguel, haciendo como si se maquillara con una invisible caja de maquillaje compacto, pasando la esponja por el rostro y viéndose al tiempo en el espejito.

Todos ríen. La Loren, Armando, Miguelina y otros dos jóvenes que hablan poco. Siguen bromeando. Miguelina se dirige al grupo:

—¿Pues qué vamos a hacer?, vamos a tomar unas copas, ¿no?

La Loren hace como si se levantara los pechos empleando ambas manos.

—Aquí están las mías: ¡siempre listas!

Todos festejan la broma. Se encaminan a un pequeño bar, que no es muy turístico. Allí acostumbran beber cada sábado. Adentro hay mucha gente. El lugar es acogedor, pero un poco descuidado. Hay adornos alusivos al Carnaval, globos y serpentinas que cuelgan por aquí y por allá. Al fondo hay una vieja rockola y, a lo largo del local, una vieja barra de madera. Se van haciendo camino para llegar a la barra y pedir sus bebidas. La mayoría pide cerveza en botella, pero Armando pide su clásico coctel Manhattan.

Bebida en mano, se mueve a otro sitio del bar. La música está muy alegre, pero es difícil bailar con tanta gente. Sin dejar las bebidas, se mueven al compás de las canciones de Madona, Cyndi Lauper y La chica dorada, entre muchas. Siguen bebiendo y bromeando. Cuando entran jóvenes atractivos al bar, ellos no tienen empacho en demostrar su interés: les saludan como si se conocieran, les coquetean y bromean fuerte. Si no son correspondidos, les hacen comentarios soeces, se giran y siguen en lo suyo. Toman, bailan y ríen.

Al pasar de las horas, el local se vacía un poco y ellos ya están bailando en grupo. Ahora domina la música tropical en la rockola. Hacen ruedas que giran y alguno de ellos pasa al centro. Sus movimientos son exagerados, muy femeninos. En general conocen los pasos y las coreografías de las canciones, o bien las inventan al momento. El tiempo pasa y se percatan de que es muy tarde y el bar está próximo a cerrar. Deciden salir, otra vez en conjunto. Afuera ya se siente un poco de frío y ellos conservan la temperatura del interior del local: van sudando, expuestos a la fría brisa. Nadie se ha excedido tomando, pero el estado general es muy relajado. Ríen de todo y se jalonean unos a otros.

Armando se da cuenta de que Elías y Simón, los dos más callados del grupo, se han quedado un poco atrás y los increpa:

—Pituca y Petaca, no se queden atrás.

Todos se carcajean de la ocurrencia, menos los aludidos.

—¡Perra! —le contestan al unísono.

Armando finge ladrarles, muerto de la risa.

—¡Perrita, pero de las finas! —aclara.

En eso están cuando se percatan de que un trío de jóvenes los mira, haciendo expresiones de desaprobación, plantados frente a ellos.

—Buenas noches señoritas —dice el que parece ser el líder del grupo. Los tres ríen de la ocurrencia. Los cinco amigos los miran con desagrado, pero no contestan. Siguen en lo suyo. Entonces los brabucones insisten:

—¿Qué haciendo tan solitas y a esta hora?

Los tres son jóvenes, quizá de entre 25 y 30 años. Parecen de fuera, quizás chilangos. Tienen en la mano unos grandes vasos de unicel llenos de cerveza, de esos que les cabe un litro. No parecen muy tomados, solo algo alegres.

—Vámonos ya, aquí la cosa no está bien —dice Armando, y empieza a caminar lentamente.

El resto le sigue. La Loren voltea a verlos y tuerce la cabeza. Los fuereños no están satisfechos, los siguen. Apresuran el paso y se colocan al frente de ellos, ya en un gesto retador.

—¿Nos dejas pasar? No estamos interesados en platicar con ustedes —dice Armando en un tono ya más serio.

—Uuuuy, qué delicada me salió —dice el que parece el más grande y bronco de los tres.

Se tensa el ambiente. Ni Armando ni sus amigos ríen más. Adrián rodea a los tres provocadores, pero sin mostrar miedo alguno. Miguelina, Elías y Simón hacen lo mismo. Solo La Loren se ha quedado plantada en el mismo lugar, con expresión de fastidio. No dice nada, pero mira a los extraños con una actitud retadora. Armando, ya a varios metros, le grita:

—Lina, ¡déjalos!, no vamos a tener un problema con estos tipos.

Miguel mira hacia Armando, pero no está conforme. Se cruza de brazos y permanece parado en el mismo sitio. Los tres fuereños empiezan a reírse de la actitud de resistencia de Miguel.

—Ay, qué machito te pones, semejante jotita…

Miguelina se enfada de verdad y le golpea el vaso de unicel a quien acaba de insultarlo. La cerveza le cae en la cara y el pecho, empapándolo. El recién bañado se quita parte de la cerveza que cayó en su cara y sacude su camisa, empapada; sus ojos denotan furia. Elías y Simón se pliegan hacia atrás, asustados. La Loren y Armando, por el contrario, se acercan y tratan de jalar a Miguel para irse de ahí antes de que todo salga de control.

El más grande de los agresores, se acerca con rapidez a Miguel y le da un puñetazo en la nariz. Éste cae de bruces en el suelo. Se oye una exclamación de los que se quedaron atrás. La Loren ayuda a levantarse a Miguel, quien sangra por la nariz. Armando se acerca al agresor, pone los brazos en posición de boxeo y lo insulta.

—¡Hijo de tu puta madre! —casi le escupe en la cara.

—Cálmate jotito, tu amiguita me provocó, ahora que se atenga a las consecuencias…

Los dos amigos del golpeador se dan cuenta de que la cosa se puede poner peor y le dicen:

—¡Ya déjalos!, vámonos de aquí.

Cuando dice eso, Armando ya está sobre el golpeador. Dándole de patadas. Éste no se deja y echa para atrás, pero solo para tomar vuelo. Le entra a Armando, dándole fuertes golpes en la cara, en el estómago y en el pecho. Armando trata de defenderse, pero no es tan fuerte. Recibe la mayor parte de los golpes. Todos gritan, animando al golpeador o a Armando. La noche está fría, no hay mucha gente cerca de ellos. Ni un policía que pudiera ayudarlos.

Armando recibe un fuerte puñetazo en la cara, que lo hace caer hacia atrás. No puede meter ni las manos y cae como regla sobre el piso de adoquín. Justo en el sitio en que cae, termina la banqueta y empieza el arroyo de la calle. Su cabeza choca fuertemente y se oye un ruido seco. La cabeza rebota y el cuerpo queda inmóvil, sangrando por la nariz y la boca. Sus amigos se acercan rápidamente. Los agresores se dan cuenta de que lo sucedido es grave y echan a correr; ni siquiera se esperan a saber si Armando vive o no. Entonces Simón es el único que rompe el silencio gritando:

—¡Hay que llamar a una ambulancia, rápido!

Es tarde para Armando, que yace sin vida en el suelo, con su playera color lila embarrada de sangre.

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