Lázaro. Un cuento sobre la violencia contra los periodistas en México
Nunca me gustó mi nombre, demasiado connotativo y evangélico. Mis padres me lo pusieron en honor al presidente Lázaro Cárdenas. Durante la mayor parte de mi vida lo llevé como un mal menor, ignorante de su valor premonitorio. Las cosas no existen en su plenitud hasta que no se las nombra y, al final, todos sabemos que de la rosa no quedará más que su nombre desnudo.
Vivía en México y trabajaba de periodista, la profesión más peligrosa para ejercerla en mi país natal. ¿Por qué me jugaba la vida? Era una pregunta que me hacían los demás y que también me formulaba yo mismo cada mañana desde que ponía el pie en el suelo y seguía una jornada más con vida. Me decía que el público tenía derecho a conocer la verdad, que ése era mi oficio. Pero, también, me cuestionaba sobre la utilidad de mi labor: ¿ponerme en peligro para publicar un artículo de denuncia en un papel impreso que al día siguiente serviría para envolver unos pescados apestosos? Lo hacía por esa pasión inexplicable, por ese influjo extraño al que llamamos vocación; uno no escoge su vocación, es ella la que te elige.
Tras ver a varios colegas caer asesinados, llegué a la conclusión de que las palabras, por veraces, bellas y elocuentes que fuesen, eran incapaces de detener las balas; la opinión pública, por mucho que la agites, no puede acabar con los criminales. Sólo con palabras no se cambia un país. Cuando me asaltaban aquellas dudas –¿o quizás eran certezas?– me gastaba una vieja broma a mí mismo y proclamaba con el tono más solemne que era capaz de impostar: “¡Lázaro, levántate y anda!”.
Hay días en que es mejor no levantarse de la cama. Rosa, mi mujer, dormía a mi lado. Hacía semanas que se mostraba incómoda y arisca conmigo. Yo sabía que mi matrimonio naufragaba, pero confieso que no me preocupé en exceso por aquella crisis; bastante trabajo me llevaba el tratar de regresar vivo cada noche a casa. No la desperté para darle un beso de despedida, no quería que protestara por interrumpirle el sueño. El día en la redacción no fue peor que otros: escribir en la oficina, hacer llamadas telefónicas, entrevistar a un par de tipos cagados de miedo cuyos nombres no querían que apareciese en el reportaje que me traía entre manos. Lo único fuera de lo común fue que mi jefe, el director del diario, estaba insólitamente de un humor estupendo. Al regresar por la noche no encontré a Rosa en casa, y sí una nota suya sujeta a la puerta del frigorífico con un imán: “Te dejo. Hay tamales para cenar”. Me fascinó y me dolió la incongruencia de sacarme de su vida de una patada y no olvidarse de dejarme la cena preparada. Aquella noche no probé los tamales –que terminaron en el tacho de la basura–; me la pasé telefoneando: llamé a su madre y a su mejor amiga; Rosa no estaba con ellas. Muchas veces la intuición sabe lo que el orgullo se empecina en negar; tomé el celular y marqué el número de mi jefe:
–¡Lázaro, carajo! Éstas no son horas de llamar.
Su voz era vacilante, olía a culpabilidad; supe que no me estaba equivocando.
–Que se ponga mi mujer –ordené.
–¿Sí? –se puso Rosa al aparato, tras una larga pausa.
–¿Me dejas?
–Es mejor así.
–¿Mejor para quién?
–Lázaro, no empieces.
–Esto es muy humillante.
–Para mí también lo es. Pero ya no te quiero.
–Y me lo tienes que decir con una nota y por teléfono, desde la cama de mi jefe. ¿No me lo podías decir a la cara?
–¿Para que te pongas violento?
–¿Qué? –no cabía en mí de asombro, ¿cuándo me había puesto yo violento con ella? Sí, habíamos discutido como todas las parejas, pero… ¿violento? A saber las mentiras que había contado de mí. Me estremeció una idea cruel y novedosa, la de que no conocía a esa persona con la que había pretendido compartir y otorgarle un sentido a mi vida y que, quizás, ella tampoco me conocía a mí, tras varios años de vivir juntos.
–Lázaro, es mejor así. Alégrate de que no me hayas dado hijos, eso lo hace todo más fácil.
Al día siguiente no fui a la redacción, ni al siguiente, ni al siguiente, ni…. Como si de una estampa de una caricatura costumbrista se tratara, me pasé las tardes emborrachándome en el bar de mi barrio y narrándole al cantinero mis penas de amor, quien, sentencioso, intentaba zanjar mis soliloquios de cornudo repitiéndome la misma frase gastada: “Las mujeres son la perdición de los hombres”. Y así pasaron las tardes en la cantina y las mañanas en mi casa, borracho de tequila –o de lo que agarrase–, ahora llorando, ahora rompiendo el mobiliario, mientras escuchaba con saña constante y deleite masoquista, el tema “Me voy”, de Julieta Venegas. A la séptima noche de la deserción de mi mujer, dormitaba en el sofá, cuando me despertó un ruido, que yo creí de petardos, a la vez que se desmoronaba el cristal de la ventana de mi salón. Tardé en comprender lo que había ocurrido: alguien había tiroteado mi casa. ¿Habían intentado matarme o tan sólo se trataba de un aviso? Lo último que había publicado en el diario era una serie de reportajes acerca de cómo la municipalidad le había entregado la concesión de la recogida de basuras a una empresa asociada al narcotráfico en una operación de corrupción política y blanqueo de capitales ilícitos. Supuse que aquellos narcos estaban detrás de la balacera.
A la mañana siguiente al atentado me levanté sintiéndome mal; lo achaqué a la cruda, pero, a poco que dejé de estar espeso y conseguí pensar con un mínimo de claridad; me percaté de que estaba enfermo; tos continua, sequedad en la garganta y fiebre. Acudí al centro médico; me sorprendió ver el salón de urgencia lleno de pacientes esperando, todos ellos tosiendo; “¡pinche epidemia!”, escuché que exclamaban en varias ocasiones. Me pasé todo un día aguardando a que me viera un médico, sintiéndome peor a cada hora, sin levantarme del asiento ni para orinar, porque levantarse de la silla significaba cederla en favor de las posaderas de algún otro paciente. Cuando me reconoció un médico con el rostro tapado por un cubreboca y ojos cansados, no pude más que expresarle mi estupefacción:
–Doctor, ¿qué está pasando, por qué hay tanta gente enferma? Esto es un caos.
–El coronavirus, compadre –declaró lacónico–. Lamento decirle que usted está probablemente infectado, tiene todos los síntomas. Ordenaré que ingrese en un hospital.
–Sólo me faltaba esto –declaré–. Ya puedo leer mi epitafio: Toda una vida de fracasos para morir de una enfermedad made in China.
–Ahórrese los sarcasmos para otro momento, va a necesitar ese humor.
De mi estancia en el hospital apenas recuerdo nada, todo es muy confuso; sé que llegué a estar ingresado en la Unidad de Críticos con respiración asistida y, cuando superé la enfermedad y me dieron el alta médica, una doctora con mascarilla, sonriéndome con unos hermosos ojos negros, me dijo que no podía llevar mejor nombre: “Usted casi ha resucitado, llegamos a pensar que lo perdíamos”.
Cuando llegué a mi apartamento vi que habían forzado la puerta. El interior de mi vivienda estaba saqueado y mi computadora personal había desparecido. Por unos instantes pensé que se trataba de un vulgar, aunque irritante, caso de delincuencia común, hasta que vi en el espejo del cuarto de baño pintada una diana con pintura roja; no tuve duda de lo que significaba el recado, los sicarios me habían hecho una visita. No podía quedarme en mi casa, no era seguro. Pero, ¿a dónde ir? Recordé que hacía tiempo que no visitaba a mi primo sacerdote.
Cuando mi primo Emilio me abrió la puerta de la rectoría, una expresión de incredulidad bañó su rostro; era como si estuviera viendo a un fantasma.
–¡Lázaro, vives!
–¡Qué broma tan mala y tan fácil! –le recriminé con una sonrisa.
–Pensé que estabas muerto.
–Esa noticia es un tanto exagerada.
Emilio me hizo pasar. Mi primo me contó que mi diario había publicado mi fallecimiento. Creo que la experiencia más escalofriante que uno puede vivir es la de leer su propia necrológica; la esquela era un ditirambo redactado por el director de mi periódico. La necrológica tenía su corolario en numerosas muestras de pésame por mi muerte dejadas en mi muro de Facebook, red social que no había consultado desde la noche en que encontré la nota de Rosa. Mi director y su amante –mi desconsolada viuda–, eran los que me rendían un tributo más sentido, ¡qué chingones!
–Hay mucho caos en los hospitales, algún burócrata habrá incluido por error mi nombre en la lista de los fallecidos –deduje.
–Tienes que hacer público que estás vivo –me exhortó Emilio.
–No.
–¿Y eso? No te entiendo.
–Me siguen unos sicarios para matarme. Si creen que estoy muerto me libro de ellos. Nadie debe saber que estoy aquí.
Al día siguiente mi primo me volvió a suplicar que revelara que seguía con vida. Al parecer, no solo estaba difunto, sino muerto y enterrado. Habían sepultado otro cuerpo con mi nombre:
–Ahora esto sí clama al cielo. Habrá unos deudos buscando desesperadamente a su familiar para darle cristiana sepultura. No puedes, no debes seguir guardando silencio –me aleccionó.
–Sí que puedo y tú vas a estar calladito –le repliqué con serenidad.
–¿Y por qué habría de estarlo?
–Porque te he dicho que estoy vivo bajo secreto de confesión.
–¡No mames! –lo enfurecí–. ¡Qué secreto de confesión ni qué carajo! ¡Si eres un puto ateo!
–Por ese pobre hombre que han enterrado ya no podemos hacer nada, ¿cierto? Pero a mí aún me puedes salvar la vida, siempre que mantengas la boca cerrada. ¿Me comprendes? –Mi primo se persignó, pero me hizo caso.
Tras permanecer dos meses en casa de Emilio, comprendí que no podía seguir en la rectoría indefinidamente, abusando de su generosidad y poniéndolo en peligro, así que decidí marcharme al norte. Entre mis contactos como periodista conocía a un coyote que pasaba gente a los Estados Unidos. Emilio me entregó todo el dinero que poseía para pagar al traficante de personas. Y fue así como me convertí en un simpapeles.
La depresión económica que siguió a la pandemia golpeó a todo el planeta, incluido Estados Unidos, en donde los latinos y los negros se llevaron la peor parte, siendo especialmente lesiva para los inmigrantes ilegales. Fue duro, muy duro subsistir; dormir al raso, pasar hambre, ser explotado como temporero agrícola por poco más que un plato de comida; además de soportar desprecios, miradas despectivas y escuchar comentarios racistas e insultos cuando me oían hablar una sola palabra en español. Y todo ello siempre con el miedo como el más fiel compañero; miedo a que me secuestrara alguna banda criminal, a que me matase algún gringo supremacista de gatillo fácil y, sobre todo, terror a que me arrestara la migra y me deportasen a México. Del american dream conocí su rostro de pesadilla. Los que peor me trataron fueron otros latinos, aquellos nacionalizados como yanquis o que, simplemente, se hallaban en posesión de la Green Card y ya se creían más gringos que los propios gringos y expresaban un odio inusitado hacia los indocumentados, con la virulencia propia de los renegados que se avergüenzan de sus orígenes. No diré, no obstante, que no encontré también a buenas personas que me alojaron por una noche, me sirvieron un plato de comida o me entregaron una muda de ropa limpia y unos zapatos en buen estado. Cruzar el país desde Texas a la Costa Este me llevó varios meses en los que fui dando tumbos de acá para allá hasta terminar de lavaplatos en un restaurante mexicano de Queens. Durante mi periplo fui redactando un diario con mis experiencias.
Me establecí en Nueva York, en un cuchitril; una habitación realquilada en un barrio de mala muerte, aunque poco me importaba, ya que pasaba la mayor parte del día trabajando de pinche en el restaurante y sólo tenía feriados los lunes. El admirado New York, glamuroso, culto y elegante, escenario de las películas de Woody Allen, estaba vedado a los que reptábamos en el subsuelo social; a los indocumentados tan sólo se nos ofrecía un menú hecho de hacinamiento, incertidumbre, inseguridad, explotación y violencia.
Llegó el verano a Nueva York y entró a trabajar de mesera en el restaurante una joven venezolana de nombre Génesis, que además de bonita, era simpática y de buenos modales. Un día, mientras hacíamos la pausa del cigarrillo, ella me preguntó:
–Tienes estudios, ¿verdad?
–Sí, ¿cómo lo sabes? –me sorprendió la pregunta.
–Te delata el léxico, el tuyo es más rico que el resto de los que trabajan acá.
–Fui periodista en México.
–¿Y qué pasó?
–Los narcos amenazaron mi vida y hui. Y tú, aparte de mesera, ¿a qué te dedicas?
–Solo trabajo acá durante el verano, es para pagarme los estudios en la Universidad, estudio traducción.
A veces una sencilla conversación puede ser el inicio de una gran amistad. Ella, que llevaba varios años viviendo en “La Gran Manzana”, se empeñó, como buena samaritana, en mostrarme algunos de sus rincones favoritos; destaco los paseos bucólicos por Central Park y una visita a los Claustros del Museo Metropolitano en donde, estupefacto, contemplé una iglesia románica española que había sido desmontada piedra a piedra y desterrada hasta allícomo una inmigrante más. En justa retribución yo le di un baño de cultura mexicana. Ella sólo conocía a Juan Rulfo y a Frida Kahlo, y yo le descubrí a Fuentes, Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Elena Garro, Rosario Castellanos, Carlos Monsiváis, Arreola y Elena Poniatowska, así como a Rivera y a Siqueiros, entre otros muchos mexicanos, hijos de una tierra fecunda en tragedias, pero también en grandes luminarias de la cultura. Todavía recuerdo la fascinación que sintió cuando conoció, de mi mano, los versos de Sor Juana Inés de la Cruz, o su entusiasmo por una retrospectiva de viejas películas de Buñuel y Alcoriza que, por maravillosa coincidencia, repusieron como ciclo fílmico en una filmoteca de Brooklyn, al final de aquel verano. Ella, en correspondencia, me descubrió a Uslar Pietri.
Confieso que lo que sentía por Génesis traspasó la frontera del afecto y el deseo hasta elevarse hasta eso que llaman enamoramiento; pero la diferencia de edad –yo, quince años mayor– y mi pobreza, me hacían sentir que estaba más lejos de la linda venezolana que de las estrellas. Era seguro que la rondarían chicos estupendos e ideales para ella, parejos a su edad, gustos e inclinaciones. ¿Por qué se iba a fijar en mí?: ¿porque le caía bien?, ¿porque se reía con mi humor negro?, ¿porque tenía cultura?… ¡Absurdo! Era posible que me admirara, pero nada más. Sin embargo, ¡cuánto bien me hacía su amistad!
Se acabó la temporada de verano, Génesis retomó sus estudios, pero no dejamos de vernos cada lunes por la tarde. Un día me propuso que escribiera una crónica para la revista universitaria con la que colaboraba y yo no pude negarme, pese a que me había jurado que no retornaría jamás al periodismo ni a nada que se le pareciese; una profesión que me había causado más desgracias que satisfacciones.
Escribí una crónica sobre New York desde la mirada de un indocumentado y recuerdo que, tras terminar de leerla, me miró con asombro; “¡Lázaro, eres buenísimo!”, exclamó. ¿Acaso pensaba que porque fregaba platos carecía de talento para escribir? Está mal que yo lo diga, pero la crónica tuvo muy buena aceptación y hasta recibí unos cuántos dólares por ella. Muy pronto me quiso conocer el director de la revista universitaria en cuestión, y me pidió que fuera colaborador habitual de su periódico. El director –no me cabe duda de que por interés propio, aunque se lo agradezco– contactó con una abogada amiga suya que arregló mi situación administrativa en los Estados Unidos, así que dejé de ser ilegal. Génesis se convirtió en mi hada madrina y en la entusiasta y alentadora de mi reinicio profesional. Me contagiaba su pasión, ya no recordaba la última vez que una mujer había creído en mí. Después que una editorial solvente aceptara publicar mi diario acerca de mi vagabundeo como indocumentado en formato libro –algo que gestionó mi amiga, que pasó a ejercer, de facto, como mi agente–, me despedí del restaurante, confiado en que podía aspirar a ganarme la vida como periodista o como escritor, o ambas cosas.
Mi libro se vendió bien, para tratarse de un autor desconocido, y alcanzó el décimo lugar de ventas en la lista de las obras de no ficción. Génesis propuso que lo celebráramos con otra de sus excursiones, pero sin decirme a dónde iríamos; “será una sorpresa”, me prometió. El sol de otoño era agradable y la brisa marina nos reconfortaba mientras nos embelesábamos con la vista de los rascacielos desde la cubierta del pequeño ferry que atravesaba las aguas de la bahía. En el mismo pack del tour se incluía, junto a una visita a la Estatua de la Libertad, una expedición a la isla de Ellis –antiguo centro de recepción de la emigración europea a América y también lazareto, transformado en museo–. Génesis no paró de decir que se “sentía orgullosa de mí” a causa de mi éxito editorial, y hasta me comparó con John Steinbeck. Por modestia, me vi impelido a pontificar:
–Todos esos niñatos WASP de clase media que han comprado mi libro, ¿por qué lo han hecho? Buscan la absolución, compran una bula. Al adquirir mi libro lavan su mala conciencia con un puñado de dólares demostrando que se muestran empáticos prestando atención al testimonio de una voz que emerge de entre los socialmente postergados. Se pueden permitir el lujo de ser solidarios con el latino que les corta el césped y les limpia sus piscinas, o con la mucama que tienen en casa, porque ninguno de éstos amenaza su posición social. Compran una falsa superioridad moral al aparentar estar de parte de los oprimidos, situados en el lado correcto de la Historia; pero son como los feligreses cuya caridad cristiana se limita a dejar unas monedas de limosna en el cepillo de la iglesia.
–Eres un amargado, ni cuando te van las cosas bien puedes dejar de renegar.
–Será que no estoy acostumbrado a ser feliz.
–Eso hay que cambiarlo –me anunció la venezolana con picardía enigmática–. Haz el favor de admirar a “La madre de los desterrados” –desvió mi atención hacia la colosal estatua de la libertad, en cuyas inmediaciones estábamos–. Ella también fue una emigrante, vino desde Francia –mi mirada no fue para la estatua. Yo, feliz hasta el aturdimiento, la contemplé a ella; nunca como hasta ese momento tuve tantos deseos de besarla. Ella sonrió y recitó de memoria algunos de los versos inscritos en la base del monumento:
“¡Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres, / vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad, / el desamparado desecho de vuestras rebosantes playas. / Enviadme a éstos, los desamparados, sacudidos por las tempestades. / ¡Yo elevo mi faro detrás de la puerta dorada!”.
–El poema lo escribió una mujer, ¿sabes cómo se llamaba? –negué con la cabeza –Emma Lazarus–. Y revelándome el nombre de la poeta, me rodeó con sus brazos y me besó.