
Todo lo que existe solo llega a ser, nunca es (un relato inspirado en Deleuze)

Mientras paseo de lado a lado de la playa de Olegario, en Candelaria (Tenerife), con las manos cruzadas en la espalda, también miro al océano. Reflexiono, mi pasatiempo favorito, sobre las palabras del filósofo francés, considerado uno de los más importantes e influyentes del siglo XX, Gilles Deleuze: “Todo lo que existe solo llega a ser y nunca es“.
Miro hacia el horizonte y hacia las olas, y pienso en esas complejas y profundas palabras sobre la naturaleza del cambio. El agua salpica mi cara al chocar contra las rocas y me recuerda, de manera física, la impermanencia de todo. El hecho de mirar con detenimiento cómo las olas arrastran los guijarros, y el sonido que va unido a ese acto, es uno de esos momentos que se repite con frecuencia y siempre me deja extasiado. No tengo mucho más que hacer. Estoy jubilado y todavía me encuentro desubicado en mi no-hacer cotidiano. Tal vez, sea ese el motivo del runrún que me ronda en la cabeza, ¿qué papel juegan el pasado y el futuro en nuestra percepción del presente?
La naturaleza misma parece darme la respuesta: el océano, los volcanes y los barrancos hablan siempre de ese constante devenir que es la vida. Antes de ponerme en marcha, tras secarme la cara de gotas saladas, compruebo lo obvio: las olas crecen, se estrellan contra las rocas y desaparecen convertidas en espuma, dejando solo el recuerdo de su existencia y el rumor de los guijarros. Es decir, todo lo que existe fluye, cambia y nunca llega a ser. Nada permanece intacto, ni siquiera el instante que baila entre el antes, el ahora y el después. Somos una transición constante hacia lo desconocido.
De camino, veo una pequeña piedra plana, me agacho y la cojo. La limpio con las manos, me vuelvo a acercar a la orilla y la lanzo en vuelo raso sobre el agua, como solía hacerlo de pequeño. Bota y rebota. Sonrío, orgulloso. Doy la vuelta y me dirijo a casa eufórico.
Me sorprende comprobar que ese devenir de la vida que me han mostrado las olas, también se da en los volcanes que, con sus barrancos y laderas, me acompañan a casa. Por ejemplo, las piedras en el camino, desgastadas por la erosión del barranco, pronto serán polvo, parte de la tierra, que, a su vez, alimenta a las plantas y se transforma en vida. Por ello, algo que parece ser solo una piedra en el camino es, en realidad, parte de un proceso constante de transformación.
Cruzo un pequeño canal de agua que desciende por la ladera. Lo salto, y al darme la vuelta, veo otra señal de que el agua también sufre una transformación. Fluye sin cesar, una renovación sin fin. Aunque parece ser siempre la misma, nunca lo es, arrastra consigo nuevas gotas de esa portadora de vida que es la lluvia horizontal. «Como la vida», pienso, «un fluir eterno, una transformación permanente».
Me siento en una piedra del camino para ser consciente de la belleza de nuestra existencia. La vida es un regalo, un milagro que debe ser apreciado en cada momento, en cada instante. Por eso, dentro de la permanente incertidumbre que es, hay una certeza, su magia reside precisamente en su fugacidad. Sin embargo, me pregunto, «¿y si nuestra verdadera naturaleza residiera precisamente en esta capacidad de transformarnos, de sobrevivir y de adaptarnos a cada nuevo momento?».
Sigo la ruta sin poder dejar de dar vueltas al hecho de que nuestros pensamientos y nuestros cuerpos cambian. Estamos atrapados en un movimiento perpetuo, como el agua del canal. Nada es fijo. Todo lo que es llega a ser en un proceso continuo de transformación. Nunca alcanza, afortunadamente, un estado de perfección, porque eso implicaría un final que significaría un no vivir.
Tropiezo y caigo de rodillas, me hago un rasguño y la pernera del pantalón se rasga. El cambio se hace tangible. La vida es real porque cambia. No puedes aferrarte a nada, porque en el momento en que lo haces, ya ha empezado a ser otra cosa. El sentido de la vida no está en encontrar algo a lo que aferrarse, sino en aprender a fluir con los cambios. Somos parte de ese flujo. No hemos de buscar la roca sólida donde aferrarnos, sino aprender a guiarnos y desplazarnos disfrutando del viaje mientras dure. Las experiencias, los momentos, son lo que realmente cuenta. No se trata de ser algo fijo, sino de llegar a ser sin ser, una y otra vez. La belleza está en lo cambiante.
Aunque renqueo un poco, sigo disfrutando de mi entorno. Las estaciones del año cambian, pero eso no nos impide disfrutar del invierno mientras está aquí, ni del verano cuando llega. Es precisamente porque sabemos que las cosas no duran para siempre, que podemos apreciarlas. Lo que hoy es flor, mañana será fruto, y después volverá a ser semilla que dará otra flor. Todo está en constante transformación, y en ese ciclo, en ese cambio, encontramos la verdadera esencia de la vida: un baile cuyo propósito no es parar la música, sino moverse con ella, adaptarse, cambiar, y aceptar todo lo que existe, aunque sea cojeando.
Sin embargo, lo que hoy creemos que es una verdad inmutable: estoy vivo; mañana, ¿quién lo sabe? Así, todo lo que existe nunca “es”, solo “llega a ser” en un baile sin fin entre lo que fue y lo que está por venir. Si nada es permanente, si todo cambia, ¿qué es entonces la muerte? Tal vez no sea más que otra fase de este proceso sin fin. Un eslabón más en la cadena de la vida. Una parada intermedia de este viaje, una evolución en constante transformación. Y en ese proceso, la belleza reside en cada momento, en cada encuentro, en cada experiencia, en el aquí y ahora, no en lo que vendrá.
En definitiva, ¿es posible encontrar la felicidad en un mundo en constante transformación, si nada es permanente? ¿Será, tal vez, la aceptación de ese constante cambio la clave de la felicidad? Así, en este fluir continuo, descubrimos que la vida no es una búsqueda de estabilidad, sino un baile con lo efímero. Como dice Deleuze, nada es, todo lo que existe solo llega a ser.
Plantado frente a la puerta de mi casa, el momento del ocaso apunta y mi cabeza sigue bullendo plena de dudas, pero con una certeza: en ese llegar a ser, encontramos la verdadera belleza de nuestro vivir.
