
Proyecto 666, Cadmus. Un relato de fantasía y ciencia ficción

La humanidad se encontraba al borde del colapso. Los océanos se habían secado, los cielos estaban ennegrecidos por cenizas, y las ciudades, otrora vibrantes, eran ahora mausoleos de concreto y desesperación. Mientras las guerras devoraban los últimos vestigios de recursos, y las enfermedades y las hambrunas extinguían generaciones enteras, un evento impensable ocurrió: un ángel descendió del cielo.
Su descenso no era un mensaje de juicio ni de ira; era un acto de pura compasión. El ser, que era deslumbrante, inmaculado, con su luz desbordó las capacidades de percepción humanas, y trastocó lo que se creía absoluto hasta el momento; sus alas resplandecían con destellos multicolor, como vitrales; reflejaban realidades desconocidas, y su voz, obviamente fuera de lo mundano, mezcla de lo femenino y de lo masculino, cuando habló, resonó en cada rincón del mundo, otorgando paz momentánea a las almas afligidas. Su mensaje era simple: “Hay esperanza”.
Pero una parte de la humanidad, en vez de rendirse al éxtasis de su gracia, vio en el ángel una oportunidad. Científicos, militares y líderes de muchas de las grandes naciones decidieron aliarse para conspirar en la oscuridad, creando un plan que rivalizaba con los peores horrores de la historia. En un acto de traición absoluta, desplegaron armas de contención de alta tecnología y atraparon al ángel. Sus alas fueron cercenadas, una por una, y las plumas, cargadas de energías cósmicas, se convirtieron en trofeos de poder.
El ser divino fue llevado a un búnker subterráneo ubicado en el corazón de lo que antes fue un continente próspero. Ahí, un equipo de científicos dedicó sus vidas al Proyecto Cadmus, conectando al ángel a un intrincado sistema de cables, sondas y máquinas diseñadas para extraer su energía infinita. Lo transformaron en un reactor viviente, una fuente perpetua de energía que mantenía encendidas las pocas luces que quedaban en el mundo.
Al principio, el proyecto fue un éxito. Las máquinas alimentadas por la energía del ángel revitalizaron ciudades, permitieron recubrir yermos de verde, y los líderes mundiales celebraron lo que llamaron “la salvación definitiva”. Empero, utilizaron el reactor viviente para alimentar su maquinaria bélica y consiguieron dominar potencias enemigas. No obstante, más pronto que tarde, lo inconcebible comenzó a manifestarse…
El ángel, despojado de su divinidad, comenzó a cambiar. Sus ojos, que alguna vez irradiaron ternura, se tornaron oscuros y abismales, como pozos sin fondo. Hablaba en lenguas incomprensibles que parecían resonar en las mentes de quienes lo escuchaban, causando migrañas, alucinaciones y una paranoia creciente. La realidad alrededor del búnker empezó a distorsionarse: paredes que se doblaban, anchándose y reduciéndose, como si respiraran; sombras que se movían sin fuente de luz, y ecos de gritos que no pertenecían a ninguna garganta humana.
Los primeros científicos asignados al Proyecto Cadmus soportaron meses antes de sucumbir a la locura. Luego fueron semanas. Finalmente, los nuevos reclutas apenas sobrevivían unos días antes de comenzar a perder el control de sus mentes. Los síntomas siempre eran los mismos: insomnio, visión de figuras imposibles en lugares donde no debía haber nada, y un terror absoluto al ángel, cuya voz parecía penetrar sus almas, susurrándoles cosas que no podían, ni deberían, comprender.
El ángel ya no era un ser de luz, sino una abominación desgarrada, que, desde la perspectiva externa, parecía consumido por la locura y el odio. Sus restos deformados estaban cubiertos de cables que se fusionaban con su carne, pero lo peor sin duda era su mirada, que empeoraba día tras día; parecía observar a través de las paredes, de los cuerpos, de las mismas dimensiones. Desde los muñones de sus alas cercenadas crecieron huesos afilados que le otorgaron una apariencia demoniaca. Y sus alas amputadas, almacenadas en vitrinas para experimentos, goteaban una sustancia iridiscente que deformaba todo lo que tocaba.
El doctor Moisés Caín, el más reciente científico asignado al Proyecto Cadmus, entró al búnker por primera vez con una mezcla de escepticismo y orgullo. Había leído los informes: se hablaba de “un dios caído” y “murmullos que desgarraban la mente”. Pero Moisés, a pesar de lo vivenciado, no creía en lo divino, creía en la ciencia. Para él, el ángel era un ser extraterreno, y no era más que una fuente de energía avanzada, un objeto para continuar estudiando.
Durante los primeros dos días, Moisés observó con fascinación enfermiza cómo la maquinaria extraía energía pura del ser. La luz azulada que emanaba iluminaba el laboratorio, pero también percibió lo que muchos ya habían visto: esas sombras imposibles, esas figuras que no deberían existir. En el tercer día, empezó a escuchar la voz. No era un simple sonido, sino una presencia que invadía su mente, mostrándole imágenes de universos colapsando, de civilizaciones destruidas, de un vacío infinito que, como un agujero negro masivo con sus fauces incalculables, devoraba todo.
Para el cuarto día, Moisés no podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía rostros retorcidos y oía cánticos infantiles que hablaban de un “juicio final”. Fue hasta que vio a su esposa fallecida en el borde de la cama –desfigurándose hasta disolverse en una sustancia gelatinosa, que en realidad no estaba ahí– cuando desesperado intentó escapar del búnker, pero las puertas estaban cerradas y, los demás científicos, atrapados en su propia espiral de locura, ya no respondían a la lógica ni a la razón.
El quinto día, Moisés finalmente lo comprendió. El ángel, o lo que quedaba de él, lo miró fijamente. Emitió una voz, más clara que nunca, y resonó en su cabeza:
—¿Por qué me temes, si fui creado para amarte?
En ese momento, Moisés cayó de rodillas.
—¡Perdón! ¡Perdón! —gritó hasta rasgar sus cuerdas vocales, mientras varias lágrimas recorrían su rostro.
Apretándose las sienes, reflexionó. El ángel no debía concebirse como una entidad ni buena ni mala; era un espejo. En este caso reflejaba lo peor de la humanidad, su codicia, su crueldad, su insaciable hambre de control y poder, el maldito ego humano. Y ahora, esa misma humanidad enfrentaba un aparente juicio del ser que había traicionado, ser que traía en principio compasión y esperanza.
Finalizando el sexto día, Moisés, enajenado, atacó a sus compañeros que aún conservaban un atisbo de conciencia, quienes se resistieron; desató una violenta y sangrienta refriega con un hacha de bomberos que cubrió los suelos, otrora blanquecinos, con un charco de sangre; cuando consiguió su cometido, empezó a manipular los sistemas de contención y para el amanecer del séptimo día, todo terminó; el ángel, en un estallido de energía pura, rompió sus ataduras. Los cables se fundieron con su carne, y su forma mutó en una figura indescriptible: un torbellino de luces y sombras, de extremidades deformes y bocas que gritaban en sincronía con las máquinas que aún quedaban funcionando y trataban de contenerlo. Aquel ángel durante una brevedad se convirtió en uno de los mayores horrores cósmicos, superando por un momento la transmutación que en su proceso de contención había conseguido. Aquello pareció una mariposa cuando sale de su capullo. Y Moisés viendo al ángel pensó: ¿Qué diferencia hay entre esto y lo que hacemos con nuestros congéneres? Tomamos almas nobles y, con la inmundicia humana, las transformamos en seres hórridos.
—La humanidad falla en su efímero intento de bienestar… —musitó mientras cerraba los ojos con recelo.
El búnker se desmoronó. La realidad misma se fragmentó dentro de sus paredes, pareciendo un cúmulo de vidrios rotos que reflejaban lo que antes era una estructura, y los pocos sobrevivientes, incluyendo a Moisés, fueron absorbidos por el ser. Sus cuerpos se deshicieron y sus almas fueron consumidas en un infinito de agonía.
Cuando el ángel finalmente ascendió de nuevo al cielo, lo que dejó atrás no fue un mensaje de redención ni de castigo, sino una herida en la existencia misma. La tierra alrededor del búnker se volvió un páramo donde el tiempo y el espacio colapsaban constantemente, y donde las sombras de los científicos condenados parecían seguir vagando, repitiendo en murmullos las palabras del ángel que, transmutado, mientras ascendía reveló para todas las personas en el mundo:
—Vuestra verdadera naturaleza ha sido expuesta; ustedes, humanos, tienen la capacidad de transformar lo hermoso en maligno, y lo maligno en hermoso; ustedes son los únicos que pueden redimirse…
Y su última frase reverberó antes de desaparecer en un estallido iridiscente en el cielo:
—Ustedes no son ángeles ni demonios… pero el juicio será suyo…