Violencia “civilizadora” en Ecuador. Sobre la guerra por el control de un territorio
Introducción
El pasado 9 de enero de 2024, el presidente constitucional de la República del Ecuador, Daniel Noboa Azín, amplió el decreto por el que impuso el estado de excepción en esta nación, reconociendo que éste había sido provocado por la existencia de un conflicto interno armado, el cual se ajustaba a la definición de estado de excepción dada por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR):
Se entiende por conflicto armado todo enfrentamiento protagonizado por grupos armados regulares o irregulares con objetivos percibidos como incompatibles en el que el uso continuado y organizado de la violencia: a) provoca un mínimo de 100 víctimas mortales en un año y/o un grave impacto en el territorio (destrucción de infraestructuras o de la naturaleza) y la seguridad humana (ej. población herida o desplazada, violencia sexual, inseguridad alimentaria, impacto en la salud mental y en el tejido social o disrupción de los servicios básicos); b) pretende la consecución de objetivos diferenciables de los de la delincuencia común y normalmente vinculados a:
• demandas de autodeterminación y autogobierno, o aspiraciones identitarias;
• la oposición al sistema político, económico, social o ideológico de un Estado o a la política interna o internacional de un Gobierno, lo que en ambos casos motiva la lucha para acceder o erosionar al poder;
• o al control de los recursos o del territorio. (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados [ACNUR], 2008:19)
Para ser más explícito, el Presidente Noboa, con base en sus facultades, justificó la situación de guerra al interior del país con la interrupción del orden, motivado por el trasiego, la venta o distribución de drogas, las cuales para el titular del ejecutivo son actividades ilícitas que no persiguen fines exclusivamente económicos, pues considera que pretenden la modificación del statu quo, la autodeterminación o el autogobierno, la imposición de un régimen jurídico-político-social distinto al actual, la toma del poder político y el control del territorio y los recursos ecuatorianos a través de la imposición de un régimen diametralmente opuesto a la voluntad de los electores. En otras palabras, la guerra emprendida por el ejecutivo ecuatoriano contra las organizaciones criminales fue justificada con la idea consistente en que aquéllas tienen un programa político, ideológico, social, cultural e identitario diametralmente diferente al del elegido por los ciudadanos democráticamente. Sin embargo, cabe preguntarse si las bandas criminales ecuatorianas realmente son núcleos políticos, ideológicos, económicos y sociales que persiguen la toma del poder político por la vía armada, o si tal vez podríamos entender a las organizaciones criminales simplemente como sociedades comerciales que persiguen la inserción en el statu quo en condiciones de privilegio.
¿Será que la declaración del estado de excepción por conflicto armado interno en Ecuador no es más que la continuidad de una política mercantilista para contener los problemas presupuestarios y de hegemonía económica en la región?
Lo que sugiero es que la emprendida bélica decretada por el Presidente ecuatoriano no necesariamente funciona como mecanismo para restituir el orden y la paz, sino que tal embestida punitiva o estado de excepción se inserta en un proyecto de continuidad hegemónica, la que, si bien parece responder a los actos delictivos acontecidos, deriva de problemas económicos como la distribución de la riqueza y el combate a la pobreza, y del desarrollo de las políticas internacionales mencionadas, a partir de las cuales se normaliza la perspectiva de una necesidad de actuación directa y contundente que impone un deber ser y una sujeción a la institucionalidad, concibiendo esto como lo moralmente correcto. En otras palabras, la emprendida institucional no necesariamente persigue restituir el estado de derecho ni garantizar de forma eficaz y oportuna los derechos humanos, la paz social y el desarrollo económico, sino mantener las cosas como están, a través de la traslación de los problemas más sensibles de Ecuador a las bandas criminales, que se miran como terroristas y tergiversadoras de todo orden.
Deónticamente hablando, la cuestión que intento exponer es que el desequilibrio institucional (la implementación de un estado de excepción) que deriva del conflicto interno armado en Ecuador, no se encuentra directamente vinculado a la transgresión de las potestades fundamentales en tal nación, pues esas transgresiones se precipitaron y materializaron como consecuencia de un sistema económico, jurídico, político y social que impone una forma hegemónica de dominación, en la que el miedo, el odio y la discriminación, funcionan como pretextos para la conculcación de garantías bajo la forma de seguridad, que en lo individual opera como corrección, disciplina, orden, estabilidad y certeza. Así, se obtiene un consentimiento generalizado para la renuncia a las más básicas potestades y seguridades humanas, generando que el monopolio legal de la fuerza opere a través de todo tipo de violencia traslucida como ejercicio de la razón; el Estado deja de regular la seguridad para ejercer una violencia directa, indiscriminada, abierta y contundente, legalizando formas de trato diferenciadas en las que los cuerpos de seguridad no requieren fundamentación ni motivación alguna, sino la mera percepción de un riesgo aparente.
Contexto socioeconómico de Ecuador
Por la caída internacional de los precios del petróleo en la última década del siglo XX, Ecuador entró en una severa crisis financiera. En ese contexto, Jamil Mahuad, presidente en turno, emitió un decreto el domingo 9 de enero del año 2000, mediante el que la moneda nacional, el sucre, era sustituida por el dólar: decisión que motivara su renuncia 12 días después, porque el salario para los sectores más vulnerables quedó reducido a menos de la mitad del valor que tenía en 1998, y los jubilados pasaron a cobrar menos de treinta dólares, además de que la inflación alcanzó el 96% anual, al tiempo que la tarifa eléctrica aumentó hasta en un 135%. Así, para el primer año del siglo XXI, el 71% de los habitantes del Ecuador llegó a estar sumergido en la pobreza, lo que representó a más de 9 millones de personas.
[…] a partir del 2001, la economía de Ecuador fue saliendo lentamente de la depresión. A nivel social, aunque se registró una mejora parcial en algunos ítems, la masa de la población no salió de las malas condiciones en términos de empleo, jubilaciones, ingresos, etc. Sin embargo, la dependencia reforzada al ingreso de dólares dejó al país más expuesto a los agudos problemas internacionales, como el colapso desatado luego de la caída de Lehman Brothers en 2008 o la última crisis que terminó de estallar con la pandemia en 2020, pero afectó al país de forma temprana. En los últimos años, imposibilitado de conseguir financiamiento interno, el Estado debió recurrir al endeudamiento externo para hacerse de divisas, incrementando en forma notoria el alcance de la deuda como porcentaje del PIB, la cual pasó de representar un 18% en 2010 a un 56% para 2022, según las estadísticas de la CEPAL. Para peor, el gobierno de Lenín Moreno había optado por recurrir al Fondo Monetario Internacional que una vez más exigió duras medidas de ajuste a cambio transferir los fondos.
(Hof, 2023)
Para ser más específico, la dolarización significó una mejoría macroeconómica para Ecuador, baja inflación, crecimiento del PIB y reducción de la incertidumbre inflacionaria (Londoño-Espinosa, Reza-Paocarina et al., 2022). Sin embargo, internamente y para los ciudadanos de a pie, la dolarización ha conllevado un riesgo inminente de crisis económicas y aumento del círculo de la pobreza, pues, si bien hay un mayor número de personas trabajando en el sector formal, el grueso de la sociedad ecuatoriana se encuentra inserto en el empleo informal; el modelo de crecimiento ha tenido un desarrollo excluyente desde el mundo laboral, pues no ha considerado el problema de la exclusión social y se ha olvidado de las necesidades colectivas en beneficio del cumplimiento de equilibrios nominales y de la atención a grupos específicos.
Las estructuras del país no han cambiado ni con la dolarización ni con el neoliberalismo. La sociedad ecuatoriana sigue siendo tremendamente autoritaria. La dolarización se impuso, pese a constituir la más flagrante infracción constitucional. El caciquismo sigue prevaleciendo: quienes dicen defender el mercado recurren una y otra vez al Estado para salvar sus intereses; no quieren que funcione el mercado, como se evidenció cuando la Cámara de Comercio de Quito impidió la aprobación de la ley de competencia para controlar a los monopolios. En general, en la actual situación, se han olvidado las necesidades colectivas en beneficio del cumplimiento de ciertos equilibrios nominales y de la atención de grupos específicos. Los recursos naturales, en especial los no renovables o lentamente recuperables, se continúan “malbaratando” y sus beneficios excluyen a la mayoría de la población.
(Oleas, 2006: 48)
En este contexto, la actividad criminal ligada al narcotráfico, la trata de personas, el tráfico de armas, el secuestro y la extorsión, han experimentado un crecimiento exponencial que ha hecho hablar de un Estado fallido, de un Narcoestado y de narco políticos, los que, analizados a fondo, han aumentado en el contexto de la crisis global del capitalismo y la aplicación de las políticas neoliberales, mismas que se han percibido como una erosión de la legitimidad del Estado y sus instituciones (Solis González, 2013). Y, ¿no es de esperar que en este contexto los sectores más vulnerables miren al narcotráfico como un medio de movilidad social y de acceso a los beneficios y veleidades ofrecidas por el mundo global?
Consecuencias del estado de excepción
Hace un par de meses, por la calle, escuché a dos jóvenes de aproximadamente 17 años, vestidas con uniforme de MacDonalds; una de ellas, al mirar lo que parecía ser su recibo de pago, indicó: Me niego a aceptar que 8 horas de mi vida valen lo mismo que un pollo; apotegma que sintetiza la controversial vida a la que se enfrentan los sectores más vulnerables, en un entorno con pocas oportunidades de movilidad social, inmerso en una creciente y apabullante realidad que condiciona a la precariedad mientras hace anhelar una amplia gama de placeres y lujos que te colocarían en el top social; una sociedad en la que la identidad se expresa en prácticas cotidianas de consumo.
Estas son construcciones culturales que se interiorizan como un ethos universal que rige la vida de sus consumidores imponiendo límites conductuales, aspiraciones y proyecciones, derivados de un relato que armoniza lo realmente existente con lo real construido, explicando la realidad bajo los lineamientos de una ideología que condiciona a entender y padecer el aquí y ahora mediante el falaz lema de “soy mis propios límites”.
Desde esta lógica, la narrativa del crimen resulta atractiva, pues crea un meta relato de fácil comprensión que permite constituir y dotar de sentido a la existencia de los individuos, a través de la incorporación de un deber ser incuestionable porque deja transitar de lo imposible a lo accesible, dado que la incorporación a las actividades criminales se manifiesta como el medio para lograr la inserción en la vida social y el cumplimiento de las metas sociales. Luego, tal “trabajo”, aun siendo ilegal, conlleva una carga significativa y representativa, una carga constitutiva para ser, una representación imaginaria del mundo, que expresa la percepción de que el Estado es incapaz de garantizar la estabilidad del individuo, haciendo necesario para éste salvar su vida mediante la toma de acción, trastocando los límites impuestos.
Bajo esta óptica, su pertenencia a la criminalidad opera como afirmación de la existencia, no en un sentido moral y ético, sino de forma concreta, real y accesible; de ahí que el crimen opere como un sistema de significados y representaciones que le permite vivir el aquí y ahora.
[…] la categoría de sujeto es constitutiva de toda ideología, pero agregamos enseguida que toda ideología tiene por función (función que la define) la “constitución” de los sujetos concretos en sujetos. El funcionamiento de toda ideología existe en ese juego de doble constitución, ya que la ideología no es nada más que funcionamiento en las formas materiales de la existencia de ese funcionamiento.
(Althusser, 2003: 145)
En consecuencia, la realidad social adquiere la forma de la verdad, pues representa el punto intermedio entre lo que se es y lo que se debe ser; algo así como “debe ser así porque no podría ser de otra manera, porque si fuera de otra manera no podría ser”.
Este proceso de transformación de lo imaginario en verdad, en lo realmente existente, se realiza a través de la subjetividad, de la forma específica que adopta la ideología, de la internalización e incorporación de ésta en nuestra mente, que se materializa como prácticas, creencias, rituales y formas específicas de vivir la individualidad. Luego, la subjetividad provee a las personas del conjunto de ideas hegemónicas que se materializan en formas cotidianas y ordinarias de vivir, sentir, anhelar, representar y significar, bajo una apariencia propia, natural y espontánea.
Esta forma de vivir (la criminalidad) permite una existencia concreta y específica, lo cual es posibilitado por las ideas hegemónicas que se agencian los individuos como propias, las cuales brindan la posibilidad de practicarlas y sufrirlas de forma aparentemente libre e independiente, lo que a la vez proviene de y retorna a todo el cuerpo social; de ahí que haya razón en la afirmación de Althusser, porque la subjetividad sólo es posible a través de la interpelación, del llamado que se hace al sujeto para ser lo que debe ser. Es en este contexto que la criminalidad se mira como una opción, pues la realidad impone una confrontación entre lo que soy y lo que estoy llamado a ser y quiero ser; confrontación en la que el narcotráfico, la extorsión y el trasiego, la venta y distribución de droga, son considerados como una opción real de nivelación social.
Excepción y Estado
El pasado 26 de febrero de 2020, Giorgio Agamben publicó un artículo bajo el nombre La invención de una epidemia, en el que, entre otras cosas, hizo notar:
[…] ¿por qué los medios de comunicación y las autoridades se esfuerzan por difundir un clima de pánico, provocando un verdadero estado de excepción con graves limitaciones de los movimientos y una suspensión del funcionamiento normal de las condiciones de vida y de trabajo en regiones enteras?
(Agamben, 2020: 18)
Lo interesante del artículo de Agamben a la luz de los sucesos en Ecuador, es que nos permite preguntarnos sobre la necesidad de la aplicación del estado de excepción como mecanismo para restaurar la paz. ¿Se trata de la elección de una política de gestión de gobierno acorde al momento histórico? ¿Podríamos afirmar que se trata de un intento de renovación de las necesidades expansionistas del capital o de los patrocinadores de cierto modelo de circulación del capital?
Aunque la interrogante sigue abierta, da la impresión de que tal elección política (la implementación de un estado de excepción) es un ejercicio de gubernamentalidad en el sentido foucaultiano de gestión y administración del aparato estatal y las mentes. Esto ha revelado que tal ejercicio de gobierno, no es sólo un estado de excepción aplicado de facto o de un modo puramente autoritario, sino que, además, en términos de aceptación social, la supresión ilegal de garantías y derechos humanos no generó una conmoción; en otras palabras, el miedo y riesgo de perder la vida fueron justificantes suficientes para la implementación de dicha política restrictiva, que crea un sistema paralelo que conculca garantías en aras de preservar la vida.
De tal manera, esta nueva realidad, derivada de un conflicto interno armado, normaliza una forma diferente de padecer y concebir la cotidianeidad, dirigiéndose hacia la supresión permanente de derechos y garantías básicos, cuando así lo determine el Soberano.
En consecuencia, esta supresión de garantías fundamentales constituye un estado de violencia “sofisticada”, una violencia “civilizadora necesaria”, socialmente consentida, autoinfligida y solicitada; se trata de un estado de excepción de facto, concebido por la necesidad del ejercicio racional de los derechos, estructurado y ordenado bajo el principio del mayor beneficio social.
Lo más preocupante de este “estado de violencia civilizadora” es que, además de que el Estado ha monopolizado a la violencia, recurriendo a una persuasión de tal naturaleza como norma de trato cotidiano (a través de la imposición de multas, arrestos, prisiones o sujeción a procesos judiciales dilatorios), tras el decreto del estado de excepción debemos acostumbrarnos no sólo a la supresión de garantías de facto y al reclamo social de éstas como forma de preservar los derechos y la vida, sino que, además, dicho estado se funda en una sospecha irracional, personal y colectiva, de que en todos y cada uno de nosotros anida un peligro latente que justifica el reclamo de obediencia obligatoria e irrefutable; se trata de la necesidad de salvar la vida aun a costa de la supresión de ciertos derechos, pues el miedo, el peligro y la inseguridad hacen necesaria la impletación de límites que, dicho sea de paso, son socialmente exigidos, pues se percibe que la única vía para garantizar la paz es a través de la supresión de la libertad.
Somos terminales del algoritmo de la Vida que organiza el mundo. Este confinamiento hace factible el Gran Confinamiento de las poblaciones que ya tiene lugar en China, Italia, etc., y que, poco a poco, se convertirá en una práctica habitual a causa de una naturaleza incontrolable. El Gobierno se reestataliza y la decisión política regresa a un primer plano. El neoliberalismo se pone descaradamente el vestido del Estado-guerra. El capital tiene miedo. La incerteza y la inseguridad impugnan la necesidad del mismo Estado. La vida oscura y paroxística, aquello incalculable en su ambivalencia, escapa al algoritmo.
(López Petit, 2020: 58)
Esta “normalidad” decretada oscila entre la autoexplotación y la corrección disciplinaria; la violencia se vuelve una exigencia para preservar la vida, que requiere una nueva personalidad, una reclasificación social entre quienes comprenden tal racionalidad y quienes son limítrofes a ella porque se encuentran en un estado de “salvajismo y animalidad”, siendo necesario conducirlos al ejercicio “de la razón”.
No se trata de una comedia, es una necesidad impuesta por la difusión de un proceso mortal que cruza la naturaleza (de ahí el papel eminente de los científicos en este asunto) y el orden social (de ahí la intervención autoritaria, y ella no puede ser sino del Estado).
(Badiu, 2020: 74)
A causa del crimen organizado en Ecuador, el Estado no tiene más el monopolio de la fuerza sino la operación racional de todo tipo de violencia; es decir, ha dejado de regular la seguridad como lo hacía antes del estado de excepción, puesto que mantenerla ya no consiste solo en un ejercicio disciplinario, sino en la imposición de un estado de “violencia civilizadora” que supuestamente ha de “preservar” la especie a través de “la razón”.
Y tras la pandemia, el capitalismo continuará aun con más pujanza. Y los turistas seguirán pisoteando al planeta. El virus no puede reemplazar a la razón. Es posible que incluso nos llegue además a Occidente el Estado policial digital al estilo chino. Como ya ha dicho Naomi Klein, la conmoción es un momento propicio que permite establecer un nuevo sistema de gobierno.
(Chul Han, 2020: 110)
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