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Cuento: El jardín de los rizomas

Cuento: El jardín de los rizomas

Simón se aventuraba siempre más allá de la ciudad. Aquellas murallas grises, de orden y estructura, lo asfixiaban. Mientras caminaba por la periferia, su mente divagaba sobre caminos alternativos, sobre la posibilidad de que todo no estuviera tan firmemente asentado en las leyes y reglas que gobernaban su mundo. No sabía exactamente qué buscaba, solo sentía la necesidad de escapar de lo lineal y establecido por la sociedad.

Un día, en medio de su andar, divisó una entrada casi oculta entre las malezas. Un arco de piedra cubierto de musgo se abría a un túnel que descendía hacia la tierra. La curiosidad lo impulsó a entrar. A medida que bajaba, el aire se volvía más denso y fresco. Finalmente, tras varios minutos de descenso, llegó a un espacio abierto, grande y extraño. Ante él se desplegaba un jardín que desafiaba toda lógica.

Las plantas no crecían en líneas ordenadas, sino en patrones que se entrelazaban como si formaran una red infinita. No había jerarquía entre los árboles y las flores, todo se conectaba de una forma caótica pero armoniosa. Las raíces se enredaban bajo la tierra, emergiendo a la superficie de formas inesperadas, como si quisieran recordarle que el verdadero poder no estaba en la parte visible de las cosas.

Simón avanzó con cautela, maravillado y desconcertado por aquel espectáculo de vida. A lo lejos, distinguió la figura de un anciano que trabajaba en el suelo, removiendo tierra con sus manos. Vestía ropas desgastadas y su rostro tenía profundas arrugas. Sin levantar la vista, el anciano habló.

—El jardín te ha llamado.

Simón se sobresaltó. No esperaba que lo notara.

—¿Quién eres? —preguntó, un tanto incómodo.

—Soy solo un jardinero. Este lugar no tiene dueño, solo cuidadores —respondió el anciano, sonriendo de manera extraña—. Y tú, ¿qué buscas aquí?

Simón se quedó en silencio. No tenía una respuesta clara. El anciano, como si leyera sus pensamientos, continuó.

—Buscas la diferencia, la multiplicidad. Este jardín no sigue las reglas de arriba. Aquí no hay un árbol que se imponga sobre otro. Cada planta, cada raíz, crece por su cuenta, pero se entrelazan, formando una red infinita. No hay principio ni fin.

Simón observó con más detalle. Era cierto. Todo en aquel jardín fluía sin un eje central, sin un punto de origen. Las conexiones no se imponían, sino que se expandían, multiplicándose. Era una maraña, pero no un caos. Se trataba de un orden distinto.

—Esto no es como en la ciudad —dijo Simón.

—Claro que no —respondió el anciano—. La ciudad es un árbol. Un tronco firme con ramas que se extienden de manera predecible. La vida allí está organizada en función de un centro, de un eje. Todo fluye de arriba hacia abajo. Pero aquí es diferente. Esto es un rizoma.

Simón sin saber qué es un rizoma, preguntó.

—¿Un rizoma?

El anciano se levantó lentamente, con movimientos suaves pero firmes. Sus ojos brillaban con una sabiduría de años.

—Sí, un rizoma. En un rizoma no hay jerarquías ni estructuras rígidas. Todo está conectado en una red de relaciones, pero ninguna parte es más importante que otra. Todo está en constante transformación. No hay puntos fijos, solo trayectorias que se cruzan, divergencias y convergencias. En la ciudad, te enseñan a pensar que todo debe tener un centro, una raíz única, pero eso es solo una ilusión de control.

Simón lo escuchaba en silencio, sus pensamientos agitándose. Había algo profundamente liberador en aquellas palabras, como si estuvieran desmantelando todas las nociones de orden que había aprendido.

—Pero, ¿cómo puede funcionar algo sin un centro? —preguntó, todavía aferrado a las ideas que conocía.

El anciano sonrió con paciencia.

—El centro no es lo que da sentido a las cosas. Es la conexión, el flujo. Piensa en las raíces de las plantas. No siempre siguen un camino recto. Se extienden en todas direcciones, buscando nutrientes, encontrando otras raíces, formando redes subterráneas. El rizoma es esa red. No busca dominar, solo expandirse y adaptarse.

Simón se arrodilló para observar más de cerca las raíces que sobresalían del suelo. Parecían pulsar con una energía propia, comunicándose en silencio.

—¿Y qué tiene que ver todo esto conmigo? —preguntó finalmente.

—Todo —dijo el anciano—. Eres parte de esa red, aunque no lo sepas. Tu vida no es una línea recta. Las decisiones que tomas, las personas que conoces, todo forma parte de una multiplicidad de conexiones. La verdadera libertad no está en seguir un camino marcado, sino en crear tus propios trayectos, en ser parte de esa red infinita. Abandona la necesidad de un centro, y encontrarás lo que buscas.

Simón sintió una extraña calma invadiéndolo. De alguna manera, el “caos” del jardín comenzaba a tener sentido. Se dio cuenta de que el anciano tenía razón. Durante toda su vida había buscado un punto de referencia, un eje que lo guiara, pero ahora entendía que no lo necesitaba. Podía moverse, fluir, como las raíces de aquel jardín, creando sus propias conexiones.

El anciano lo observó en silencio, como si supiera que Simón había comprendido algo esencial.

—El jardín es tu reflejo —dijo el anciano—. Sigue sus principios, y descubrirás caminos que nunca imaginaste.

Simón se levantó, agradecido, pero sin palabras. Sabía que no necesitaba hablar. Miró una última vez aquel jardín de rizomas, y, sin mirar atrás, comenzó a caminar de regreso hacia la ciudad. Esta vez, sin embargo, no sentía que regresaba al mismo lugar. Sabía que algo había cambiado. Ahora era parte de una red más amplia, una que no tenía principio ni fin.

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