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Análisis del anime, Akira (1988). Sobre el deseo y la destrucción

Análisis del anime, Akira (1988). Sobre el deseo y la destrucción

Una ciudad se incendia bajo el estruendo de una bomba. No hay gloria en la destrucción, solo un resplandor blanco y absoluto que devora edificios, cuerpos y certezas. En Akira (1988), la película dirigida por Katsuhiro Ōtomo, el apocalipsis no es un evento futuro: es el presente constante de una sociedad que ya ha colapsado. Neo-Tokio arde desde dentro, y sus ruinas no son más que el eco de una ciencia desencadenada, un deseo desbordado y una herida histórica que aún no cicatriza.

En los escombros de esta ciudad, un adolescente común se convierte en un dios. Tetsuo Shima, sujeto de experimentación biotecnológica, representa la fusión de cuerpo y arma, de mente humana y energía cósmica. Su metamorfosis es grotesca, fascinante y aterradora. No es casual que Akira se haya convertido en un hito dentro del anime, y también en una obra fundamental para pensar las relaciones entre tecnología, poder, trauma y deseo en la cultura contemporánea. La ciencia, aquí, no redime: desfigura, muta, aniquila.

Hiroshima como fantasma fundacional

Akira comienza con una explosión nuclear y termina con otra. Ambas en Tokio. Entre estas se despliega una historia de juventudes arrasadas, de gobiernos corruptos, de ciencia fuera de control y de cuerpos que mutan hasta convertirse en materia informe. La analogía con el trauma de Hiroshima y Nagasaki es imposible de ignorar. La bomba atómica no solo arrasó con ciudades; también fracturó la confianza en el progreso tecnológico como camino hacia un futuro mejor.

En Japón, este trauma dio origen a una sensibilidad particular: la tecnología ya no podía pensarse solo como herramienta, sino también como amenaza. Así, Akira no es una película que aborde la ciencia en el sentido occidental del término, donde la tecnología suele presentarse como promesa. Es más bien una ficción sobre el fin de tal idea.

La explosión que arrasa Tokio en 1988 (fecha en la ficción, de la primera detonación) inaugura una era donde lo científico y lo político se entrelazan en la opacidad. La Segunda Guerra Mundial dio paso a experimentos secretos, a programas de control mental, a juegos con partículas subatómicas que evocan más a la alquimia que a la física. En este nuevo orden, la figura del científico se aleja de la racionalidad cartesiana y se convierte en un chamán moderno, al servicio de intereses que nunca quedan del todo claros.

La carne como campo de batalla

En Akira, el cuerpo se transforma en un territorio de disputa. Tetsuo, al ser intervenido por un proyecto gubernamental clandestino que busca despertar habilidades psíquicas, inicia una transformación física que lo aleja de lo humano. Su carne se hincha, se descompone, se disuelve. Su poder lo excede. Ya no es sujeto: es una masa biológica informe, un nuevo tipo de entidad que encarna la pesadilla del transhumanismo.

En Occidente, el transhumanismo suele imaginar cuerpos aumentados, mejorados por prótesis tecnológicas. En Akira, en cambio, el cuerpo intervenido se vuelve monstruoso. La máquina no mejora: corrompe. Esta es una diferencia crucial. Mientras la ciencia ficción anglosajona ha soñado con la eternidad del yo a través del silicio, Akira nos recuerda que el cuerpo tiene límites, que hay umbrales que no se cruzan sin consecuencias. La explosión final que Tetsuo provoca no es solo una implosión física: es una implosión ontológica.

Hay aquí un eco fuerte de lo que Donna Haraway llamó “el cyborg posmoderno”, esa figura híbrida que desafía las categorías de humano y máquina. Pero Tetsuo no es el cyborg empoderado que se integra al sistema: es el cyborg fracasado, inestable, devorado por la pulsión de poder. Su cuerpo, en última instancia, se convierte en un síntoma: el síntoma de una sociedad que ya no distingue entre tecnología y violencia.

Deseo, control y juventud

No es casual que los protagonistas de Akira sean adolescentes. En muchas obras del anime japonés, los jóvenes son las víctimas y, al mismo tiempo, los detonantes del caos. La adolescencia es vista como territorio de lo incontrolable, lo impredecible, lo sublime. Tetsuo, en su furia adolescente, busca respeto, autonomía, poder. Su deseo no es ideológico ni político: es existencial. Pero su cuerpo se convierte en arma, y su deseo, en catástrofe.

Aquí se manifiesta una crítica profunda al biopoder: el control de los cuerpos, de las emociones, del crecimiento mismo. El Estado que aparece en Akira no busca proteger: busca regular, experimentar, explotar. La ciencia está al servicio de este control, pero también se vuelve incontrolable. Como un virus en su laboratorio, se escapa y muta.

La explosión de Tetsuo al final de la película —esa esfera blanca que lo consume todo— no es solo el clímax narrativo. Es el punto donde el deseo individual y el poder estructural se cruzan y colapsan. El cuerpo ya no puede contener tanto poder, tanta frustración, tanta tecnología. Estalla. Y con él, estalla también la posibilidad de seguir creyendo que el conocimiento es neutro.

La ciencia como religión invertida

En el mundo de Akira, la ciencia ha dejado de ser explicativa y se ha vuelto esotérica. Los experimentos que el gobierno realiza con niños con poderes psíquicos no siguen una lógica clara. Más que ciencia, parecen rituales. Hay números asignados a los sujetos (Akira fue el número 28), laboratorios subterráneos, tecnologías desconocidas, residuos de saberes antiguos. La ciencia ya no ilumina: oculta.

Esto conecta con la idea de que en el siglo XXI, la ciencia ha sido sustituida por la tecnología como ideología dominante. Mientras la ciencia buscaba comprender el mundo, la tecnología busca dominarlo. En Akira, el resultado de esta inversión es claro: la tecnología no es herramienta, es amenaza. Su lógica no es la del descubrimiento, sino la del uso —un uso desbocado, sin ética ni límites.

Lo que se presenta como “avance científico” es, en realidad, una forma de magia tecnocrática, gestionada por el Estado para mantener el orden a través del miedo. La figura de Akira, el niño que desencadenó la primera gran explosión, se vuelve casi religiosa: un mesías temido, una entidad que ya no pertenece a lo humano. La ciencia, en este contexto, produce dioses. Y los dioses, como sabemos, no responden a preguntas.

¿Un nuevo Big Bang?

La última imagen de Akira es enigmática: una nueva explosión, un nuevo universo, tal vez una nueva realidad creada por Tetsuo. Lo que podría parecer una destrucción total, se sugiere como un renacer. Aquí se abre una ambigüedad radical: ¿la ciencia solo destruye? ¿O es en su exceso donde se esconde también la posibilidad de una transformación?

Quizás Akira no condena a la ciencia, sino al deseo de controlarlo todo. Quizás, en esa esfera blanca que todo lo consume, hay también un llamado a rendirse ante lo que no puede ser domesticado: la energía, el deseo, la vida misma. Tal vez, como en las teorías del Big Bang, toda destrucción sea también una forma de creación.

Epílogo: Akira como advertencia

Más de treinta años después de su estreno, Akira sigue siendo una de las obras más inquietantes del anime, y uno de los retratos más agudos de nuestra relación con la ciencia y la tecnología. No necesita naves espaciales ni inteligencias artificiales con voz suave. Le basta con mostrar una ciudad rota, unos jóvenes desesperados y un cuerpo que no soporta la carga de lo imposible.

Es una obra sobre el límite: el límite del cuerpo, de la razón, del poder. Y en ese sentido, funciona como una advertencia, pero también como una pregunta. ¿Qué estamos creando cuando intervenimos en lo más profundo de la materia, del código genético, de la conciencia? ¿Qué deseamos realmente cuando decimos “progreso”?

Tal vez no lo sepamos. Pero si algún día la respuesta llega en forma de luz blanca y absoluta, Akira ya la habrá imaginado por nosotros.

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About The Author

Christian Covarrubias

Ingeniero en Mecatrónica por la Universidad de Guadalajara, con especialidad en Tecnologías de Vanguardia para el Aprendizaje por la UNIVA. Desde hace más de una década se ha dedicado a la divulgación y creación de contenidos educativos, así como al análisis crítico de la cultura contemporánea. Actualmente, es profesor y coordinador académico en el Colegio Subiré Business School, Campus Zapopan, donde desarrolla proyectos interdisciplinarios enfocados en el pensamiento crítico, la inteligencia artificial y la apropiación de la tecnología. Como parte de su labor de divulgador cultural, ha impartido conferencias en festivales e instituciones, publicado ensayos y artículos en diversas plataformas, como Revista Replicante y en la serie de libros Antología Pop. También comparte contenidos reflexivos, sobre la cultura pop, la ciencia y la sociedad, en Patreon.

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