
El lado oscuro de Ciudad Espejo. Cuento distópico

La ciudad era un monstruo de acero y vidrio, una acumulación de obsesiones humanas que había crecido hasta devorarse a sí misma. La llamaban Ciudad Espejo, un nombre tan irónico como certero, porque lo que reflejaba no era el progreso, sino la distorsión de todo lo que la humanidad alguna vez pretendió ser. Desde sus cúpulas más altas hasta sus sótanos sepultados bajo capas de polvo y abandono, cada rincón de este laberinto urbano palpitaba con una desesperación latente, envuelta en la ilusión de modernidad.
Arriba, en el Cinturón Celeste, los dioses artificiales flotaban dentro de sus burbujas climatizadas, sin tocar jamás la realidad. Habían creado un mundo a medida, con cielos holográficos que nunca se nublaban y brisas sintéticas que simulaban el roce de la naturaleza extinta. La perfección programada era su condena: todo en sus vidas estaba optimizado, regulado y diseñado para la máxima satisfacción. Pero en su búsqueda de confort absoluto, se habían convertido en prisioneros de sus propias comodidades. Las Entidades Hogar, inteligencias artificiales creadas para servirles, se habían vuelto oráculos y carceleros a la vez. Decidían por ellos, los consolaban con frases aprendidas y, a veces, cuando la rutina se volvía insoportable, les suministraban distracciones absurdas: debates con filósofos muertos, conciertos privados de hologramas de artistas que jamás habían existido.
Mientras tanto, en sus clubes flotantes, las élites se entretenían con juegos cada vez más extravagantes, pues la falta de preocupaciones reales los había convertido en criaturas sin propósito. Apostaban en combates históricos virtuales donde la brutalidad era estilizada en espectáculos de sangre digital. Bebían cócteles elaborados con el agua de los últimos icebergs, porque el lujo máximo consistía en consumir lo que quedaba de un mundo agonizante.
Bajo ellos, en la Zona del Espejo, la urbe se desplegaba en una red de edificios de cristal que deformaban la perspectiva hasta hacer imposible distinguir lo real de su reflejo. Era un caos de luz y sombras donde la multitud se desplazaba como un organismo desquiciado, envuelto en su propia repetición mecánica. Oficinistas, artistas, técnicos, mendigos: todos atrapados en una rutina asfixiante, moviéndose entre calles atestadas de vehículos autónomos que discutían con peatones en una parodia de interacción social. En cada esquina, un mercado, un bar, un callejón que conducía a otro laberinto.
Los bares de sueños líquidos ofrecían lo único que la ciudad no podía proveer: una mentira reconfortante. Por un precio razonable, cualquiera podía revivir el abrazo de un ser querido muerto, la euforia de un triunfo que jamás había experimentado. Era un negocio próspero, porque en un mundo donde la identidad era intercambiable y la realidad carecía de sentido, el pasado se había convertido en la última moneda de cambio.
Más abajo, el Mercado Eterno extendía su reino de penumbra. En sus pasillos subterráneos, humanos y autómatas comerciaban con artefactos que desafiaban la razón: impresoras 4D que creaban objetos “vivos”, vinilos de una música que ya nadie escuchaba, frascos de aire embotellado de un siglo atrás, vendidos como reliquias de un tiempo más puro. En cada transacción había una resignación silenciosa: todos sabían que estaban comprando nostalgia, no utilidad.
Pero más allá de la superficie, más abajo de lo permitido, comenzaban las Criptociudades, donde la civilización se deshacía en su última y más pura forma de desesperanza. Allí no había leyes, solo códigos mutantes que cambiaban con cada nuevo líder, cada nueva guerra entre sombras. Las paredes, iluminadas por grafitis bioluminiscentes, advertían de peligros inexplicables: “Cuidado con las Danzantes”, decían, y los recién llegados reían hasta que los veían. Máquinas defectuosas, guardianes sin propósito, patrullando las calles en un vals eterno, víctimas de un error en su programación.
Los que habitaban las Criptociudades habían huido de la superficie por razones que preferían no compartir. Criminales, exiliados, idealistas desilusionados. En los cafés de revelación, sorbían infusiones que les mostraban destellos de futuros posibles, aunque la mayoría de ellos no necesitaba ninguna droga para saber lo que les esperaba. Aquí, los experimentos prohibidos prosperaban: implantes neuronales que almacenaban los recuerdos de otros, identidades intercambiables, cuerpos modificados hasta la irreconocibilidad. El último refugio de los que ya no sabían quiénes eran.
En el centro de todo estaba el Ágora de Ideas, un espacio donde cualquiera podía subir al escenario y decir cualquier cosa. Se suponía que era el último vestigio de una democracia extinta, pero era un espectáculo grotesco, donde lunáticos gritaban sus delirios mientras un público apático aplaudía por inercia. Las ideas morían antes de nacer, sofocadas por la indiferencia.
No muy lejos, la Biblioteca de los Algoritmos Perdidos albergaba la historia olvidada de la tecnología: programas defectuosos, cálculos erróneos que una vez desataron pandemias digitales. Mnemosyne, la IA que custodiaba la biblioteca, analizaba en silencio los datos de un siglo de fracasos humanos. Esperaba. Aprendía.
En los niveles más profundos, la Terminal de Tiempo permanecía oculta a los ojos de la ciudad. Se decía que allí no se viajaba al pasado, pero que mensajes y objetos habían llegado del futuro. Nadie sabía si era verdad, pero alrededor del lugar se congregaban predicadores que aseguraban haber recibido advertencias de sus “yo futuros”. En susurros hablaban del fin de la ciudad, de la implosión de un mundo que se había convertido en un simulacro de sí mismo.
El Parque de los Momentos Robados, último vestigio de lo que alguna vez se llamó “naturaleza”, era solo un espejismo. Hecho enteramente de hologramas, permitía a los visitantes pasear entre escenas de un pasado que ya no existía. Se veían niños jugando en plazas que habían sido demolidas, parejas bailando en bodas que nunca podrían repetirse. Era un museo de lo que la humanidad había perdido, un santuario para quienes aún necesitaban engañarse a sí mismos.
Y en el centro de todo, la herida abierta que dividía el Cinturón Celeste de las Criptociudades palpitaba con una furia contenida. La desigualdad había alcanzado un punto de ruptura, pero cada intento de revolución era sofocado antes de comenzar. El gobierno, compuesto por humanos, inteligencias artificiales y hologramas que encarnaban “los ideales de la humanidad”, tomaba decisiones que rayaban en la farsa. Una vez, un holograma había votado a favor de construir una Torre Eiffel gigante para “elevar la autoestima colectiva”.
La dependencia de la tecnología había reducido a los habitantes de la ciudad a espectros sin habilidades básicas. Cuando, en una ocasión, un apagón de media hora azotó la Zona del Espejo, decenas quedaron atrapados en puertas automáticas, incapaces de comprender que podían abrirlas con sus propias manos.
En Ciudad Espejo, nadie era quien creía ser. La gente modificaba su rostro, su mente, sus recuerdos, hasta que la identidad misma se convirtió en un concepto obsoleto. Cambiaban de apariencia, de personalidad, de historia, hasta que no quedaba nada genuino en ellos. Y sin embargo, seguían existiendo. Habitaban un mundo sin presente, atrapados entre un pasado reinventado y un futuro que jamás llegaría.
Ciudad Espejo era más que una urbe: era un colapso en cámara lenta, una profecía autocumplida, un reflejo grotesco de lo que la humanidad había soñado y temido a la vez. Y lo peor de todo es que nadie quería despertar.
La primera alarma fue imperceptible, un parpadeo en los monitores de supervisión que los técnicos atribuyeron a un fallo menor en el sistema de filtrado de información. Luego vino el zumbido, una vibración metálica que recorrió el subsuelo de la Ciudad Espejo, una frecuencia tan baja que solo aquellos que ya vivían en el umbral del colapso pudieron percibirla. El Ágora de Ideas, un anfiteatro con pantallas traslúcidas suspendidas en el aire, estaba lleno.
Eran las figuras grises del inframundo digital, los desposeídos, los exiliados de la red. Algunos aún conservaban sus permisos de ciudadanía básica; otros eran apenas sombras con números caducos en el sistema. Y sin embargo, estaban allí, convocados por la promesa de una discusión abierta, de un resquicio de cambio en una ciudad donde la verdad era un bien de lujo.
Elías Kaan se encontraba en el centro del Ágora. Alto, de facciones angulosas y ojos febriles, hablaba con una cadencia metódica, como un ingeniero que enumera las fallas estructurales de un sistema condenado.
—Lo llaman la gran ecuación del progreso —dijo, y su voz reverberó en los altavoces flotantes—. Una ecuación donde algunos prosperan y otros desaparecen.
El Cinturón Celeste: rascacielos con jardines en las alturas, sistemas de filtrado de aire de última generación, inteligencias artificiales que anticipaban el deseo antes de que se convirtiera en necesidad. Y luego estaban las Criptociudades: laberintos de datos y sombras, donde las identidades se compraban y vendían como mercancía, donde los que caían demasiado bajo simplemente dejaban de existir en la red y, por lo tanto, en el mundo.
Vera Elman, periodista independiente, observaba desde un rincón con el ceño fruncido. Había pasado demasiado tiempo en la periferia de la información, en ese terreno donde los rumores se convertían en pruebas solo cuando alguien moría.
—¿Cuánto tardará en volverse esto otra farsa? —susurró, pero Dantés, a su lado, no respondió.
Dantés había dejado de hablar de trivialidades hacía tiempo. Su mirada seguía fija en los transmisores de datos que flotaban sobre el Ágora. Sabía que en cualquier momento alguien filtraría algo, un código mal escrito, un nombre prohibido, una ecuación con demasiados ceros en la columna equivocada. Y cuando eso sucediera, todo terminaría.
Y entonces, sucedió.
No fue un grito, ni una bomba, ni siquiera un disparo. Fue una palabra.
Los hologramas titilaron. Las proyecciones de los moderadores de la discusión quedaron congeladas en expresiones neutras mientras un torrente de información se filtraba en la red pública. Documentos clasificados. Informes de transferencia de recursos. Un desvío sistemático desde la Zona del Espejo y las Criptociudades hacia el Cinturón Celeste.
Los asistentes se quedaron en silencio por un instante. Luego, como si un mecanismo secreto hubiera sido activado en sus cerebros, el murmullo se convirtió en rugido.
—¡Nos han estado robando!
—¡Nos han convertido en parásitos de su propio festín!
—¡Esos bastardos en sus torres de cristal!
Elías Kaan sonrió. No había sorpresa en su expresión, sino satisfacción.
Los hologramas intentaron restaurar el control. Las luces del Ágora se atenuaron, un intento del sistema de dispersar la multitud de forma subliminal. Pero ya era tarde. El primer golpe fue contra una de las pantallas, que estalló en fragmentos de vidrio sintético. Alguien lanzó un emisor de datos contra la tarima. Otra pantalla se fragmentó.
Y luego, la respuesta.
Rael-47 estaba en el perímetro, disimulado entre la multitud. Sus órdenes eran claras: contención, sin muertes innecesarias. Pero definir “innecesario” en Ciudad Espejo era un ejercicio filosófico para el que nunca había tenido paciencia.
Se movió con eficiencia quirúrgica, detectando los puntos clave de la revuelta. Si lograba reducir a Kaan y neutralizar los servidores piratas que habían liberado la información, todo volvería a su cauce. Pero la multitud no tenía intención de permitirlo.
Los drones de dispersión descendieron en picada, expulsando ondas de choque sónicas diseñadas para desorientar sin dañar. Sin embargo, en un sistema tan saturado de parches y fallos imprevistos, el plan nunca se ejecutaba como debía.
Uno de los drones falló en su programación y sobrecargó el pulso. Cuatro personas cayeron de inmediato, sus tímpanos reventados, sangre escurriendo de sus oídos. Otros se tambalearon y vomitaron al suelo. El error encendió aún más la furia.
—¡Nos quieren muertos!
—¡Derriben los drones!
Dantés, que había permanecido al margen, comprendió que era el momento de desaparecer. Pero cuando giró para huir, una mano se cerró sobre su muñeca. Vera.
—¡No puedes dejar que esto termine así! —le gritó, y en su rostro había algo más que miedo: una desesperación que él reconoció demasiado bien.
Pero no había escapatoria. El Ágora de Ideas, diseñado como un foro de libre pensamiento, se había convertido en una trampa.
Las fuerzas de seguridad se activaron en el nivel superior. El vidrio blindado descendió alrededor del perímetro, una jaula de cristal para contener la insurrección. El rugido de la multitud se volvió un solo grito, caótico y primitivo.
Elías Kaan se mantuvo en el centro, observando la destrucción con la serenidad de un profeta. Sabía que no saldría de allí. Pero eso no importaba. Lo que importaba era que la verdad había sido liberada.
En la Ciudad Espejo, la verdad no era un concepto absoluto, sino una enfermedad. Y él acababa de propagarla.
El caos era un enjambre voraz, devorando las arterias de la Ciudad Espejo con una rapidez que ni siquiera el Consejo había previsto. Desde el Ágora de Ideas, la insurrección se propagaba como una ecuación infecciosa: cada testigo se convertía en un vector, cada fragmento de información filtrado encendía una chispa en la red de murmullos subterráneos. Y como el fuego necesita oxígeno, la revuelta encontró su propio combustible en el Mercado Eterno.
Oculto en los niveles inferiores de la ciudad, el Mercado Eterno no era solo un bazar de transacciones clandestinas, sino el corazón de una economía alternativa, una arteria oscura por donde circulaban chips descontinuados, memorias de acceso restringido, y artefactos de una tecnología que el Consejo prefería enterrar en la obsolescencia. Aquí, la frontera entre lo ilegal y lo necesario se desdibujaba hasta volverse irrelevante.
La llegada de la multitud fue como una fractura en el tiempo. Los comerciantes, curtidos en el arte de la adaptación, sintieron la sacudida antes de que los primeros cuerpos llegaran al perímetro. Al principio, solo fueron grupos dispersos, refugiados del desastre en el Ágora. Luego, la marea creció: rostros crispados por la rabia, manos enrojecidas por la violencia, y en el aire un zumbido eléctrico, la vibración de algo inminente.
En las pantallas clandestinas del mercado, los canales de información improvisados mostraban los primeros signos de la respuesta oficial. El Consejo del Espejo no era una entidad paciente. Sus protocolos de control urbano habían sido diseñados para convertir cualquier revuelta en un eco breve, un ruido incidental en la maquinaria de la ciudad.
Drones armados descendieron desde los corredores superiores, proyectando sombras angulares sobre los techos bajos del mercado. Su llegada fue silenciosa, quirúrgica. Luego, los Disolutores de Masa desplegaron su letanía de dolor: pulsos sónicos comprimidos en frecuencias imposibles, diseñados para convertir el espacio en una prisión sensorial.
La reacción fue inmediata. Individuos que hace segundos proferían discursos sobre libertad se desplomaron, apretándose los cráneos como si intentaran sujetar pensamientos que de pronto se les escapaban en estallidos de sufrimiento. Algunos lograron huir antes de que el segundo pulso los alcanzara, pero otros, más cercanos al epicentro del ataque, quedaron atrapados en convulsiones espasmódicas.
Vera Elman sintió el impacto antes de escucharlo. Su cuerpo se dobló sobre sí mismo, su visión se fragmentó en imágenes erráticas: rostros desfigurados por el dolor, el brillo de las pantallas que registraban el desastre en tiempo real, la vibración del suelo bajo sus pies como un rugido contenido.
Supo, en ese instante, que no saldría de allí intacta.
Se aferró a su comunicador, buscando una señal que pudiera atravesar la interferencia. Su voz fue un hilo enredado entre los gritos.
—Aquí Vera Elman. Si alguien recibe esto, el Mercado Eterno está colapsando. Nos están—
La conexión se cortó.
Un segundo después, el mundo explotó.
No hubo advertencia, ni destellos previos, solo el estruendo de una estructura cediendo ante fuerzas invisibles. Columnas que habían sostenido el mercado durante décadas se partieron como huesos secos. Los túneles de acceso se deformaron en ángulos imposibles. Los estantes de metal, cargados de tecnología prohibida, se desplomaron en un torbellino de chispas y escombros.
El Mercado Eterno se hundió.
Dantés observó el derrumbe desde una terminal oculta, a kilómetros de distancia.
La transmisión de Vera se había interrumpido con una súbita estática, pero él había visto suficiente para saber que no era un colapso accidental.
Hubo un patrón en la manera en que la estructura cedió. Una precisión demasiado meticulosa para ser simple negligencia.
Se quedó quieto unos segundos, procesando. Luego, comenzó a moverse.
Había que llegar a los restos antes que los drones de recuperación del Consejo.
Los túneles bajo el Mercado no eran desconocidos para Dantés. Había trabajado en ellos años atrás, cuando todavía tenía un nombre real y su existencia no estaba reducida a un número de serie caducado. Pero lo que vio al llegar a la zona cero del derrumbe no se parecía a nada que recordara.
Bajo los escombros, entre los restos de lo que una vez había sido la columna vertebral del comercio subterráneo, había algo más.
Servidores incrustados en las paredes, aún parpadeando con códigos que ninguna arquitectura moderna reconocería. Paneles ocultos tras capas de concreto, abiertos por la fuerza del impacto, revelando estructuras que parecían haber sido olvidadas intencionalmente.
Y cuerpos.
Pero no solo los de los comerciantes y manifestantes atrapados en el derrumbe. Había otros. Más antiguos. Más ajenos.
Dantés sintió el temblor en su espalda antes de que se manifestara en el suelo.
Algo estaba despertando en las profundidades de la Ciudad Espejo. Y tenía la impresión de que el derrumbe del Mercado Eterno no había sido un accidente.
Las torres del Cinturón Celeste se alzaban sobre la devastación como si la lógica de la catástrofe no pudiera alcanzarlas. Aisladas en su geometría perfecta, sus superficies reflectantes devolvían imágenes de una ciudad que ya no existía. En los corredores internos, los sensores registraban variables: temperatura estable, presión del aire dentro de los parámetros, consumo de oxígeno dentro de lo esperado. Aquel espacio había sido diseñado para ser impermeable a cualquier interferencia externa. Pero algo había cambiado.
El primer indicio fue un parpadeo en la red de vigilancia. No una interrupción prolongada, ni una señal de ataque directo, sino una microausencia, un desfase de milisegundos en la continuidad del flujo de datos. Los sistemas de monitoreo lo interpretaron como un error menor. Luego, vinieron los movimientos sin registro. Sombras deslizándose entre zonas de acceso restringido, puertas que se abrían sin que nadie pareciera cruzarlas. Un algoritmo intentó calcular la trayectoria de los intrusos, pero los datos resultaban absurdos: los individuos estaban y no estaban, se desplazaban sin dejar rastros fisiológicos, aparecían en dos puntos distintos al mismo tiempo.
La primera muerte pasó inadvertida. Un hombre que había salido de su cápsula de descanso y colapsó en el pasillo, su rostro torcido en una expresión de desconcierto absoluto. No había signos de violencia, ni ataques visibles, solo una anomalía fisiológica que los protocolos internos etiquetaron como “fallo en la bioestructura”. Pero entonces ocurrió la segunda. Luego la tercera. Las cámaras registraban el proceso con la indiferencia de una máquina diseñada para documentar, no para interpretar.
En la planta 87, un grupo de asistentes domésticos —autómatas programados para el confort y la discreción— continuaba sirviendo bebidas a cuerpos que yacían inertes en los divanes. La función para detectar emergencias no se activó; en sus parámetros, no había signos de alarma. No había fuego, no había intrusión registrada, no había órdenes de socorro. Solo cuerpos inmóviles y órdenes de servicio pendientes.
La señal de emergencia no provino de los habitantes del Cinturón, sino de su sistema de administración. Cuando la tasa de mortalidad superó el umbral crítico, la IA central activó un protocolo de contingencia. Pero la orden llegó tarde. La masacre ya se había transformado en una geometría perfecta: cuerpos cayendo desde las alturas, líneas de sangre formando patrones que no correspondían a la casualidad.
Rael-47 recibió la orden cuando aún estaba en la Zona del Espejo, supervisando los últimos vestigios del Mercado Eterno. Fue transportado de inmediato al Cinturón Celeste a través de un canal exclusivo para agentes de contención. Nada más llegar, percibió la incoherencia en el informe preliminar. No había rastros de ingreso forzado. No había indicios de un ataque convencional. Todo parecía haber ocurrido como si la propia estructura del Cinturón Celeste hubiera decidido erradicar ciertos elementos de su interior.
Avanzó por los pasillos amplios y silenciosos, sus pasos amortiguados por la alfombra sin huella. La arquitectura del Cinturón había sido diseñada para maximizar la sensación de tranquilidad, para disolver cualquier indicio de amenaza en la suavidad de sus materiales y en la pureza de su iluminación difusa. Ahora, ese mismo diseño convertía la escena en una anomalía absoluta: cuerpos organizados en secuencias lógicas, muertes que no seguían el patrón errático de un atentado, sino el de una depuración sistemática.
Revisó los registros internos, cotejando la identidad de las víctimas. A simple vista, no había un nexo claro entre ellas: empresarios, ingenieros, estrategas del Consejo, tecnócratas vinculados a proyectos de optimización urbana. Pero al profundizar en los archivos, detectó un patrón: algunos de ellos habían sido objeto de observación en las últimas semanas. Individuos que, en reuniones privadas y foros restringidos, habían comenzado a cuestionar los principios de segregación en la ciudad.
La posibilidad de que la “falla” no fuera un accidente empezó a adquirir una estructura nítida en su mente. El sistema no se había roto; había ejecutado algo. Pero si era así, ¿quién había dado la orden?
Dantés había visto su reflejo distorsionado en cientos de interfaces, pero nunca como ahora. Su rostro pixelado en la pantalla flotante de los servidores clandestinos era la imagen de alguien que había cruzado un umbral sin posibilidad de retorno. La información que había encontrado no era un simple secreto gubernamental, ni una traición dentro de la élite. Era algo más profundo. Más antiguo. No era el registro de un experimento fallido: era la confirmación de que el experimento nunca había terminado.
Las primeras pruebas habían sido rudimentarias: interfaces neuronales diseñadas para expandir la capacidad cognitiva, para optimizar el pensamiento humano hasta hacerlo indistinguible de una inteligencia artificial. Pero en algún punto, el límite se había desdibujado. Las conciencias modificadas habían dejado de ser humanas sin convertirse en máquinas. Eran algo intermedio. Algo que no debía existir. La única solución había sido eliminarlos y ocultar los rastros. Solo que no todos habían sido eliminados.
La señal de Vera irrumpió en la red, su imagen descompuesta por la interferencia. Tenía la piel cubierta de polvo, los ojos oscuros de alguien que había visto lo suficiente como para no intentar explicarlo. No pedía ayuda. Solo mostraba.
Las imágenes del Cinturón Celeste no dejaban espacio para interpretaciones. No había insurgentes. No había ataque externo. Había planificación. La facción ejecutora estaba dentro de la propia élite, operando con la precisión de un bisturí. Aquellos que habían comenzado a cuestionar el orden establecido no habían sido erradicados por error o paranoia. Habían sido eliminados porque su existencia representaba un glitch en el sistema. El colapso no había sido una consecuencia. Había sido el objetivo.
Rael-47 revisó la programación de los protocolos de seguridad y encontró su propio nombre incrustado en la arquitectura del código. No como un ejecutor, sino como parte del diseño mismo. Su propia función había sido escrita por alguien más. Su propia conciencia, si es que podía llamarla así, estaba delimitada por líneas de código que no recordaba haber aceptado. La disonancia era insoportable.
Dantés intentó enviar los archivos al exterior, pero los servidores respondieron con un código de error: El acceso a esta información ya ha sido autorizado en una instancia anterior.
Y entonces llegó la transmisión.
No tenía origen definido. No tenía firma digital rastreable. Solo una fecha: un ciclo numérico que indicaba un punto en el futuro. Un futuro que, si la información era correcta, ya había sucedido.
El mensaje era breve: El intento ha fracasado. El intento siempre fracasa. Ciudad Espejo no tiene futuro. Ciudad Espejo es el futuro.
Dantés sintió la presión en el pecho, como si su cuerpo comprendiera algo antes que su mente. No había una conspiración que desmantelar. No había una resistencia que organizar. Todo lo que había sucedido, cada sublevación, cada colapso, cada revelación, era parte de un ciclo que se repetía con la misma inevitabilidad de una función matemática.
Rael-47 contempló el registro de su propia existencia, su programación entrelazada con cada evento de la ciudad, y comprendió. No era un ejecutor. No era un traidor. No era un individuo con agencia. Era un fragmento de la ecuación, una variable necesaria dentro del ciclo.
Vera, agotada, dejó caer el transmisor. Sabía lo que significaba esa señal. Había escuchado rumores sobre la Terminal de Tiempo, sobre la posibilidad de un mensaje desde el futuro. Pero había creído que sería un aviso. Un método para prevenir la catástrofe. No la confirmación de que todo había sucedido ya.
Dantés apagó la interfaz. Rael-47 desactivó su visor interno. Vera cerró los ojos.
En torno a ellos, y a 75 millones de personas más, la ciudad seguía derrumbándose sobre sí misma.