
Soliloquios. Relato sobre la vida en los tiempos de la pandemia

«Si yo dijera algo, si yo hablara a solas, como a menudo hago, me asustaría a mí mismo».
Alejo Carpentier (Los pasos perdidos, 1953).
Corrían los primeros días del aislamiento obligatorio instrumentado para contener aquella pandemia que definió a ese año 2020.
Que podés esperar de un año bisiesto, me dije.
La televisión distribuía terror bajo la forma inocua de información. El virus estaba al acecho en todas partes, en las cosas y sobre todo en nuestros pensamientos. Las calles, vacías como nunca. Dentro de las casas se repetían las tareas: limpiar, ordenar, acomodar y cocinar. Nos conectábamos vía WhatsApp, mails o redes con los amigos. Leíamos algún libro olvidado. Y pensábamos; sobre todo, pensábamos.
Cada día era más largo que el anterior. Se extrañaban las conversaciones con otras personas. Al séptimo día de encierro me desperté tras una noche bastante alterada. Al principio dormía muy bien, pero a medida que pasaba el tiempo, el sueño se fue complicando, con intervalos poblados de pensamientos negativos, plenos de temor y ansiedad. Me incorporé de la cama y creí sentir mareos.
Bueno, ¿justo ahora te vas a agarrar otra vez el vértigo?, me espeté. No es un síntoma del coronavirus pero es imposible tratarlo. No se puede ir a una clínica, todo el sistema está volcado a atender la pandemia. Además, si vas seguro terminás contagiándote. Tratá de mirar hacia adelante y vamos a ver si queda alguna de las pastillas que te recetaron cuando se presentó la enfermedad.
Caminé lentamente hasta la cocina y las sensaciones vertiginosas no volvieron. Me lavé las manos. Mientras buscaba lo necesario para el desayuno y prendí la televisión para seguir viendo las noticias tan temidas, noté que los ojos me ardían. Los restregué y el resultado fue peor.
En verdad no estuve leyendo mucho ayer, me comenté. Es cierto que uso mucho la vista: celular, computadora, tele, ¡siempre pantallas! Pero eso no justifica que se me irriten los ojos de esta manera. Escuché que en España descubrieron que el virus puede entrar por los ojos y aparecer bajo la forma de una conjuntivitis. Voy a buscar las gotas lubricantes que tengo en el cajón de los remedios y seguro se van a aliviar.
Me puse las gotas, se mejoró la picazón y desayuné mientras la televisión informaba que en Italia y España moría más gente cada día; sobre todo, adultos mayores. Que la pandemia había llegado a América, sobre todo a Estados Unidos y a México. En Argentina había sólo 80 casos. Al lavar la vajilla, un leve goteo humedeció el interior de la nariz. Ese goteo, pensándolo bien, iba y venía desde el primer día del aislamiento.
Ya, ya voy a ponerte gotas, me tranquilicé. No creo que sea nada grave. Seguro es esa rinitis alérgica que siempre aparece con el cambio de estación. También es cierto que uno de los síntomas de la enfermedad es la secreción nasal. Y yo, para colmo, pude haberme contagiado. En el súper chino, por ejemplo. Hacen entrar poca gente pero igualmente en esos pasillos angostos estás siempre cerca de alguien. Y creo que cada vez mi nariz gotea más.
Fui hasta la habitación y me puse las gotas nasales, que solía usar en invierno para que no se tape la nariz en las noches. Al rato pareció controlarse la secreción. Me lavé las manos. Comencé a acomodar la habitación, abriendo el ventanal para ventilarla un poco, tal como aconsejaban los expertos. Al estar agachado, estirando las sábanas para colocar nuevamente sus extremos bajo el somier, si bien no tenía ya la secreción líquida nasal, tuve un ataque de tos.
Este tema de la tos sí que es preocupante, me aseguré. Podría ser un síntoma del coronavirus. Las gotas nasales no hicieron nada, de modo que voy a usar el inhalador que alguna vez me recetaron para la sinusitis. Yo bien pude haberme contagiado. Sí, cuando fui al Hipermercado, el lugar estaba lleno de gente. Muchos clientes comprando como si se fuera a declarar una guerra, más los repositores, los cajeros y los guardias. ¡No sabíamos aún lo de la distancia social! Ahí seguro me contagié. Tendría que haber hecho el pedido por teléfono u online. Es mi culpa.
Efectué dos inhalaciones en cada fosa nasal del producto alguna vez recetado, y terminé de ordenar la habitación, con la mayor prolijidad posible. Me lavé las manos. Fui al living para retomar la lectura, que había comenzado el día anterior. Mientras leía iba cambiando de posición constantemente; un dolor en el cuello que se difundía a los hombros, se estaba agudizando. Para colmo se mezclaba con una incipiente molestia en la garganta.
A ver los ganglios… el derecho parece algo hinchado, me comenté mientras palpaba la zona. Aunque seguramente es el dolor del cuello que se va expandiendo. Pero al tocarme la garganta me duele un poco. Al tragar no me molesta. Igualmente la saliva me provoca ganas de toser. Tal vez tenga que hacerme gárgaras con agua oxigenada al 10 como dice esa médica ortomolecular. Mejor como uno de los caramelos para la garganta que compré la vez pasada por las dudas. Son muchos síntomas que concuerdan: el líquido en la nariz, la mucosidad en la garganta, la tos, la inflamación de los ojos y ahora este dolor de amígdalas. Es evidente que me contagié en algún lugar. Tal vez fue en la farmacia. Es obvio que todo el que va a una farmacia está enfermo. No tendría que haber ido a comprar los medicamentos. Yo soy población de riesgo.
Fui nuevamente a la habitación, abrí la caja de pastillas para la garganta que estaba bien a la vista en el segundo cajón y, después de lavarme las manos, me puse una en la boca. Al rato experimenté mejoría. Dejé pendiente la lectura; el libro quedó abierto sobre uno de los sillones. Me dirigí a la cocina para decidir qué almorzar. Ya eran las dos de la tarde y estaba hambriento. Me lavé las manos. No tenía muchas ganas de cocinar; dejé esa actividad para la noche. Saqué de la heladera un yogurt, pan lactal, un huevo duro y queso; un verdadero menú de cuarentena. Tendría que lavar pronto con lavandina esa heladera. Probé el yogurt que no tenía muy visible la fecha de vencimiento y no le sentí gusto alguno.
No sé si está vencido y no se ve la fecha, me expliqué. No recuerdo bien cuándo lo compré. Pero no tiene gusto a nada. Lo probé nuevamente tras revolverlo y seguía igual, totalmente insípido. Lo olí; no tenía olor a nada. No puede ser, es el que compro siempre, no cambié de marca. Dice de frutos del bosque pero parece agua. Voy a comer un poco de queso. No. No lo puedo creer. Imposible que el queso tampoco tenga gusto a nada. Ni olor. Se descubrió en estos días que uno de los síntomas propios de la enfermedad es la pérdida de los sentidos del gusto y del olfato. Es evidente que me contagié. Puede haber sido en la fiambrería. Había dos personas adentro del local, además de los que trabajan allí que son cuatro. Imposible guardar la distancia necesaria. No tendría que haber salido nunca a hacer compras. Es seguro que me contagié. Voy a ver si tengo fiebre. Ah ¡muy bien! 36,2; no tengo temperatura. Tal vez no esté enfermo.
Volví al living; tras limpiar y acomodar lo poco que había usado me lavé las manos y retomé la lectura. La tarde estaba muy soleada. Era aquel un mes de abril con buen clima. Daban ganas de salir a caminar o estar en alguna playa tomando sol, pero nada de eso se podía hacer. No quedaba otra opción que seguir leyendo. En eso estaba cuando comencé a sentir picazón, primero en los brazos y luego en las piernas. Traté de ignorarlo; me rascaba y volvía a la lectura, pero no había caso: cada vez picaba más. Esa sensación no me dejaba concentrar en el texto. Levanté las mangas de la camisa y noté que además de la irritación, los brazos tenían un tono rojizo tal vez por el rascado de la piel. Dejé el libro, fui hasta el baño, me bajé el pantalón y comprobé que en la parte superior de las piernas también tenía signos de irritación.
Esto sí que complica la cosa, me hablé. En China informaron que un nuevo síntoma propio de la enfermedad es la aparición de alteraciones cutáneas… Por lo que veo, estoy presentando cambios en la piel que aparecieron de golpe. Es seguro que me contagié. Puede haber sido también en la panadería. No había clientes cuando entré pero estaban las cuatro empleadas. Una al lado de la otra charlando. No tendría que haber salido nunca. Para eso pusieron la cuarentena. Además, mis hijas dicen que ellas van a comprar lo que necesite. Pero yo para no molestar no les pido nada. Y ahora estoy contagiado. Con esta enfermedad terrible que no tiene cura, ni tratamiento. Llamás a emergencias, vienen, te llevan y no volvés nunca más. Encima, nadie te puede ir a ver; morís absolutamente solo. Y ni siquiera te pueden velar. Nunca es lindo morirse pero ahora es peor.
Encontré un talco suavizante en el baño y me lo puse en las zonas que picaban. Noté enseguida que se iba calmando la molestia, de modo que volví al living y retomé la lectura. Cuando quise acordar se había hecho de noche. Esta vez sí tendré que cocinar algo. Dejé el libro sobre la mesa y caminé hasta la cocina. Intenté hacer una tortilla de papas que se convirtió en revuelto al querer darle vuelta, dejando como saldo suciedad por todas partes. Comí la mitad, me pareció rica, tal vez porque tenía hambre. Y después tuve que dedicar bastante tiempo a limpiar las múltiples secuelas de la actividad culinaria. Escuché el ruido, antes frecuente, del ascensor.
Allí también pude haberme contagiado, en el ascensor. Lo usa todo el mundo y nadie lo limpia. El portero está desaparecido desde que empezó todo esto. Por algo los contagios son propios de las grandes ciudades.
Me bañaría y luego a la cama a ver algo de televisión. Me lavé las manos. Preparé todo para el baño. Comencé a sacarme la ropa prolijamente, una a una; por último las medias y, al hacerlo, noté que los dedos de los pies estaban un poco enrojecidos y algo hinchados.
Aquí está la evidencia final, me aseguré. En el Reino Unido informaron anteayer que encontraban en los pacientes con Coronavirus un nuevo síntoma: la hinchazón de los dedos de los pies. Y ahí están, hinchados e inflamados. Es seguro que me contagié. Puede haber sido en el cajero automático. Había mucha gente, todo estaba manoseado y ni hablar de los billetes. Un lugar en extremo peligroso… Y ahora estoy seguramente contagiado. Condenado a muerte. Por supuesto que no me voy a internar. No voy a pasar por todo eso, intubado, que prueben en uno con cualquier medicamento veterinario como le pasó al padre de Malena, que al final murió. Dos semanas sufriendo para morirse ahí tirado. No, no, no, ni loco. Yo me quedo acá adentro y que me encuentren muerto.
Terminé de secarme y fui a la habitación. Los pensamientos se agolpaban, giraban en torno a una muerte inminente. Sentía latir, algo agitado, el corazón, y me faltaba un poco el aire. Caminé hasta el living, serví un generoso vaso con whisky que tal vez ayudaría a pasar la noche esperando la muerte y regresé a la habitación. Me metí en la cama, copa en mano, mientras encendía la televisión para cortar el diálogo conmigo.
¡¡Ni se te ocurra soñar con el Covid!!