La filosofía cínica y su reivindicación de los animales
Arne Naess fue un filósofo noruego entre cuyos más eximios trabajos se encuentra el desarrollo de un pensamiento filosófico y ético conocido como deep ecology, filosofía cuya misión consiste en reivindicar el valor moral y ontológico de la naturaleza, así como en reconsiderar ecosóficamente los múltiples aspectos, tanto naturales como culturales, del οἶκος que habitamos, es decir, nuestra casa, nuestra morada, o, para decirlo ya de una vez con conciencia planetaria, nuestra madre Tierra.[i]
Interesado al principio de su carrera por asuntos analíticos y epistemológicos y, posteriormente, por los fenómenos de orden ecológico y por las relaciones entre la naturaleza y el hombre, Naess se ejercitó en una práctica vetusta y en parte mágica que desempeñaron nuestros más primitivos ancestros, pero que la mayoría de nosotros, hombres ahogados por el ajetreo del ruido urbano y por la artificialidad de las actividades hipermodernas que ejecutamos a diario, hemos olvidado, a saber: aprender a escuchar la sabiduría que murmuran ininterrumpidamente los bosques, las aguas, las montañas, el clima, los animales. Naess vivió y pensó el mundo durante muchas horas desde su cabaña de Tvergastein, situada en las cimas de una montaña; allí, alejado como Zaratustra de la tumultuosa vida de la ciudad, el pensador noruego fue descifrando el misterio de la naturaleza. Difícil es no imaginarse al filósofo noruego como al Melampo de los griegos, esa figura mítica a quien se le atribuía el envidiable y divino don de comprender la lengua de los animales. Y justamente algo de mucha trascendencia debió de descubrir Naess en los animales como para haberse atrevido, después de estudiar durante un tiempo behaviorismo animal, a decir esto: “He aprendido tanto de mis ratas como de Platón” (Naess, 1990: 48)
Los académicos y platónicos se reirán creyendo que una declaración como la de Naess es absurda. ¿Cómo ―nos dirán― se va aprender de unos miserables roedores que ni siquiera tienen la capacidad para discurrir sobre el ser y sobre el bien tantas cosas como de aquel filósofo que nos ha legado preguntas y teorías tan fecundas que hay quienes piensan, con Whitehead, que toda la rica historia de la filosofía no es más que una cohorte de comentarios a sus escritos? Es indiscutible que a Platón se le debe mucho, pero es también indiscutible, y quizás más aún esto que aquello, que no todas las personas han recibido grandes aprendizajes a través de Platón y que, en cambio, muchas de ellas han recibido invaluables lecciones mirando el modo de vivir y el comportamiento de las sabandijas. Melampo, descifrador de bestias según el mito, lo supo a la perfección: los animales atesoran una sabiduría tan honda que podría poner en ridículo las logomaquias fraguadas por Platón y sus comentaristas, es decir, todos los filósofos.
La polémica sentencia de Naess quizás no sea del todo exagerada si consideramos además que muchos estudiosos del mundo animal como Charles Darwin, como Konrad Lorenz, como Edward O. Wilson y como Frans de Waal, por sólo citar a unos cuantos, dedicaron muchos años a despertar en ellos el don de Melampo, todo ello para poder extraer de los animales lecciones instructivas y concluyentes sobre la etología animal e incluso sobre la etología del hombre, pues no debemos olvidar que el hombre antes que ser un sapiens es un animal. Todavía más: durante gran parte de su vida el ser humano está más cerca de las ratas que de Platón, es decir, desarrolla su vida movido por los impulsos del instinto ―instinto de conservación, instinto sexual, instinto de agresión, etc.― y no tanto por las motivaciones del “bien vivir” y de la autognosis filosófica.
Si es cierto lo que dice Naess acerca de que aprendió tanto de las ratas como de Platón, y si pensamos que lo mismo podría decirse de cualquier otro animal o incluso de una planta, un mineral o una bacteria, entonces se podría pensar que el mundo está lleno de docentes. Perros, ratas, cucarachas, caracoles, moscas: todos ellos imparten a diario su enseñanza, no con teorías abstrusas ni con retóricas suasorias y sospechosas, sino con su mera forma de vivir y de morir. Hasta es posible que no exista una enseñanza más sincera y menos tendenciosa que la de la naturaleza y sus criaturas irracionales, pues ellas no busca seducir a las orejas ni crear acólitos, simplemente acontecen para enseñar con el ejemplo, el ejemplo que ellas encarnan en sus propias existencias.
Dejad a un lado a Platón y aprended de los animales: este imperativo pedagógico no es invención de Naess, podría remontarse a una época asaz remota como el siglo IV a. C. En lo político, dicho periodo de la historia estuvo marcado por la figura de Alejandro y los macedonios, así como por el resquebrajamiento de los valores y las instituciones clásicas de los griegos; en lo espiritual, esa centuria estuvo signada por una rica serie de movimientos filosóficos que intentaron orientar la vida humana en medio de ese maremágnum de complejos cambios y trastornos sociales provocados por la fragmentación del orden político y por la alteración de las relaciones económicas. Uno de esos movimientos espirituales fue el representado por los pintorescos y memorables filósofos cínicos: Antístenes, Diógenes de Sinope, Crates de Tebas, Hiparquia, Bión de Borístenes y otros tantos (Laercio, 2013).
Los cínicos también hicieron suyo el don de Melampo y, gracias a ello, no sólo aprendieron a “escuchar” e imitar la sabiduría de los animales, sino que incluso se apropiaron el nombre de su más noble maestro: el perro (κύων). Y así como los platónicos y los cristianos con Platón y Cristo, respectivamente, así también los cínicos dieron inicio a un movimiento cuyo modelo inspirador fue el cuadrúpedo que aún hoy forma parte esencial del hogar y la familia, pues podrá faltar el Fedón o el crucifijo en muchas salas, pero difícilmente se podrá prescindir del “guardián de la casa” y del que ha sido llamado el “mejor amigo del hombre”.
Como se sabe, la palabra cínico hace referencia al perro, y si quisiéramos hacer más transparente su sentido podríamos remplazarla por los adjetivos canino o perruno. Es difícil pensar en algún otro movimiento filosófico que haya recibido su nombre como referencia a un animal. Aparte del cinismo, no me viene ninguno otro a la memoria. Parte de ello se deba quizás a que reiteradamente la filosofía ha visto como algo degradante a los animales. Es cierto que Platón reconocía que las bestias tienen mejores armas corporales que el hombre (garras, alas, pelambre, mandíbulas, etc.), pero inmediatamente hacía notar que a diferencia de los animales, los seres humanos participan del λόγος, y esa propiedad instaura una diferencia ontológica crucial entre el animal y el hombre (Platón, 2010). Desde el momento en que se establece como criterio jerárquico y diferenciador al λόγος ―un criterio que, por lo demás, es claramente arbitrario y acomodaticio―, los animales llevan las de perder: incapaces de desarrollar una ἐπιστημή o una τέχνη por carecer de λόγος, a ellos se los ha considerado durante mucho tiempo como simples brutos, como imbéciles. Afortunadamente, en los últimos años este prejuicio se ha ido desvaneciendo, pero su fuerza todavía ejerce un peso inconsciente en la mayoría de los hombres. De este modo, es posible que los filósofos, tan proclives a autoconsiderarse hijos de Dios u obra maestra de la evolución, tan proclives también a su logocentrismo, no hayan sentido una honda simpatía hacia los animales tal como los cínicos la sintieron hacia el perro.
Además, hay que recordar que los nombres de animales son una vastísima materia prima para la formación de palabras insultantes y degradantes: se le dice zorra a la puta y a la buscona; cerdo al hombre maloliente y chamagoso; burro al mentecato; mariposón al homosexual; gato al subordinado y al tiralevitas; gorila al que es fortachón y turulato.
También en la antigua Grecia la palabra perro fue un insulto con el que se calificaba a quienes no vivían de acuerdo a los parámetros de la civilidad y el decoro propios del ser humano. A ojos de un griego, efectivamente, los perros eran unas criaturas que podían llegar a realizar actos no sólo inapropiados y molestos, sino hasta impíos: se orinan sin el menor pudor en los monumentos de las divinidades o de los héroes nacionales, fornican a plena luz del día y en los lugares en los que ninguno de nosotros lo haría, merodean en torno a los que llevan algo de comida a fin de ver si logran hacerse de un bocado, le ladran a quienes desconocen, huyen de quienes no les inspiran confianza, muerden a quienes los provocan… Así pues, en la mentalidad griega el perro es el símbolo del salvajismo, y un hombre cínico o perruno es alguien no domesticado, es decir, un animal que no ha sido templado por el efecto civilizador de la paideia y del λόγος y que, en consecuencia, se comporta a contrapelo con respecto a las normas y convenciones que rigen la sociedad. Ese movimiento iconoclasta gracias al cual el cínico actuaba en contra de todo lo convencional, quedó maravillosamente expresado en la siguiente anécdota acerca de Diógenes de Sinope: “Entraba en el teatro en contra de los demás que salían. Al preguntarle que por qué, dijo: «Eso es lo que trato de hacer durante toda mi vida»” (Laercio, 2013: 337).
Puede ir notándose ya cuan peculiar fue esa filosofía que tomó un insulto y lo convirtió en su blasón y orgullo. Ahora bien, esta valoración cínica de un animal carente de λόγος como el perro o, como lo llamaríamos hoy, de un animal no humano, debe de forzarnos a meditar en que tal vez no sea tan descabellado pensar que los animales poseen atributos positivos que nosotros no. Naturalmente, no me refiero a atributos corporales, sino a atributos éticos, “virtudes”. Es necesario entrecomillar este último término porque sería un despropósito querer atribuirle virtudes éticas a un animal, ya que la vida de éste de desarrolla más allá del bien y del mal, de la moralidad y la inmoralidad. Si he decidido llamar a esos atributos positivos del animal “virtudes” éticas no es porque en sí mismas lo sean, sino porque a los ojos de los filósofos cínicos representaron ciertos ideales afines a la idea de vida que ellos consideraban sabia y feliz. ¿Qué clase de virtudes éticas son éstas que puede tener el animal y que los hombres no consiguen ejecutar?
En primer lugar habría que mencionar que el animal es libre respecto al imperio que sobre el hombre ejerce el νόμος o la ley convencional. Los animales no obedecen ninguna jurisdicción que no sea la establecida por la ley natural. Los códigos y las normas, las costumbres y los amaneramientos sociales del decoro y la civilidad, para ellos no tienen sentido. Se podría pensar que esa característica no es ninguna virtud, sino un defecto de la vida animal. Sin embargo, al verse librado de tales ataduras y valores convencionales, sobre el animal no caen cosas tan absurdas como la preocupación por el abolengo, el refinamiento de los modales, el hambre de poder ni todas aquellas prácticas que han hecho de la vida humana una inautenticidad ridícula y aparatosa.
Es por eso que los cínicos no sintieron vergüenza alguna de su rancio abolengo, lo que para muchos otros hubiera sido una calamidad de dimensiones estratosféricas. Antístenes, por ejemplo, ironizaba sobre la condición extranjera de su madre, que al parecer provenía de Tracia. Y todavía más lejos, Bión de Borístenes se engallaba al reconocer con ironía que su padre era un miserable liberto y su madre una mujerzuela de burdel (Laercio, 2013). Esta desvergüenza por sus respectivos linajes representa un menosprecio radical a una de las instituciones a la que los griegos sobreestimaron durante mucho tiempo.
Otra característica relacionada parcialmente con la anterior es la idea de la ciudadanía y de la vinculación de los hombres con sus respectivas patrias. Algunos de los filósofos cínicos fueron exiliados, repudiados por sus conciudadanos o vendidos como esclavos. Situaciones de tal naturaleza los orillaron a la marginalidad y al desamparo, y tal como muchos perros callejeros pueblan hoy las calles, así muchos filósofos cínicos hicieron de la intemperie su hogar. A este respecto es sintomática la anécdota de Diógenes, quien al haber sido exiliado de su patria y lanzado a su suerte sin un techo en donde alojarse, aprendió de un ratón una de las enseñanzas más valiosas de su vida:
Al observar a un ratón que corría de aquí para allá, según cuenta Teofrasto en su Megárico, sin preocuparse de un sitio para dormir y sin cuidarse de la oscuridad o de perseguir cualquiera de las comodidades convencionales, [Diógenes] encontró una solución para adaptarse a sus circunstancias (Laercio, 2013: 316).
Complementaria a la anterior, existe esta otra anécdota: “Preguntado [Diógenes] que de dónde era, respondió: Cosmopolita” (Laercio: 336). Al considerarse un cosmopolita, el filósofo cínico renuncia a la idea de pertenencia social y se reafirma como un seguidor, no de la ley convencional (νόμος), sino de la ley natural (φύσις).
Podríamos mencionar también la valoración que el cinismo hizo de la vida ascética y de la pobreza (Desmond, 2006), una valoración que asimismo pudo estar influida de algún modo por la sencillez del animal, pues, a diferencia del hombre, él no requiere de lujosos vestidos ni de florituras o adornos, únicamente hace uso de la vestimenta que con que la naturaleza lo dotó, la cual le es más que suficiente. El cínico, no pudiendo vivir completamente desnudo, pues a diferencia del perro no contaba con una pelambrera que lo protegiese del frío, no obstante adoptó como vestimenta un humilde manto roído y agujereado conocido como τρίβων. La parafernalia que el hombre utiliza para vestirse, además de promover la vanidad y un confort perjudicial al alma, provocan en el hombre todo un juego trivial de disfrazamientos y frivolidades que, bien mirado, lo vuelven no sólo ridículo, sino hasta repulsivo. Seguramente los cínicos hubiesen estado de acuerdo con esta valoración pesimista del más atroz de los filósofos:
En el mundo hay un único ser mentiroso: el hombre. Toda otra cosa es verdadera y sincera, en cuanto que se da sin disimulo como lo que es y se exterioriza como se siente. Una expresión emblemática o alegórica de esta diferencia fundamental es que todos los animales van por ahí en su figura natural, lo que aporta mucho a la impresión tan agradable que produce verlos, una impresión con la que, sobre todo cuando son animales en libertad, a mí se me abre siempre el corazón. En cambio, a través del vestido, el hombre se ha convertido en una caricatura, en un monstruo, cuya visión resulta repugnante ya por eso sólo, y ahora se ve hasta apoyada por el color blanco, no natural, y por las asquerosas consecuencias de la antinatural alimentación con carne, las bebidas espirituosas, el tabaco, los desórdenes y las enfermedades. ¡Helo aquí como una lacra de la naturaleza! (Schopenhauer, 2010: 83).
Para ir terminando con estas observaciones, debe mencionarse que el cinismo fue un movimiento ético tan disruptivo que invirtió el orden tradicional a través del cual los hombres concebían al mundo, un orden que ponía en el rango superior de los seres a los dioses y en el inferior a los brutos y a los objetos inanimados, otorgándole al hombre un lugar intermedio:
Hay que tomar en cuenta la escala paradójica de seres que supone implícitamente la moral cínica: el hombre ocupa lo más bajo de la escala, la divinidad lo más alto y, entre ambos, se sitúa el animal. No hay que equivocarse. Si el cínico apela a la divinidad como modelo teórico, no lo hace en nombre de alguna fe religiosa, sino porque, para el hombre al que se dirige, ésta significa una completa autarquía. En cuanto al animal, es el mejor modelo concreto de conducta autárquica que puede concentrar. ¿Por qué colocar al hombre en lo más bajo de la escala? Porque es este ser de deseos y de angustias al que la dicha se le escapa precisamente por falta de autarquía, de libertad y de apatía. De allí se sigue una inversión total de valores: al hecho de poseer lo sustituye Diógenes con la pobreza; al que está orgulloso de su formación intelectual le aconseja Diógenes imitar al perro y “hacer más salvaje su vida” (Goulet Cazé, 2011: 243).
Una inversión de valores tan agresiva como ésa significó no solamente una reivindicación de la naturalidad y sencillez del animal, especialmente del perro, sino también una muy mordicante crítica, llena de ironía punzocortante, contra todo el encomio que los “sabios” de la época hicieron del λόγος y de sus potencialidades especulativas y racionalistas. Si el cinismo valoró en algo la vida de las bestias irracionales fue porque, pese a carecer de λόγος, y justamente por carecer de él, los animales no son víctimas de las aberraciones y los amaneramientos civilizatorios y culturales que los hombres se han inventado y que han hecho más infeliz, ridícula y envilecida su existencia.
Dejad a un lado a Platón y aprended de los animales: he aquí un desatendido desafío filosófico lanzado a los hombres desde hace siglos por un conjunto de hombres extravagantes que hicieron del perro su tótem simbólico, unos hombres perrunos que podrían ladrarnos en coro y al unísono estos versos del fabulista:
Je me sers d’animaux pour instruire les hommes (La Fontaine, 2014: 49)
Bibliografía
Desmond, W. D. (2006). The Greek Praise of Poverty. Origins of Ancient Cynicism. Indiana: University of Notre Dame,
Diógenes Laercio. (2013). Vidas y opiniones de los filósofos ilustres. Madrid: Alianza.
Goulet Cazé, M. O. (2011). Cínicos. En M. Canto-Sperber (Ed.), Diccionario de ética y de filosofía moral (pp. 240-248). México: Fondo de Cultura Económica,
La Fontaine, J. (2014). Fables. Paris: Pocket,
Naess, A. (1990). Ecology, Community and Lifestyle. Outline of an Ecosophy. Cambridge: Cambridge University Press.
Platón. (2010). Protágoras. En Diálogos (237-300). Madrid: Gredos.
Rothenberg, D. (1993). Is it Painful to Think? Conversations with Arne Naess. Minneapolis: University of Minnesota Press.
Schopenhauer, A. (2010). Senilia. Reflexiones de un anciano. Barcelona: Herder.
Notas
[i] A diferencia de conceptos como “ecología” o “ecofilosofía”, con el término “ecosofía” Naess quiere hacer referencia a la cosmovisión que las personas hacen del mundo teniendo en cuenta una perspectiva global del mismo y con una clara consciencia de la valoración axiológica de sus elementos. Ecosofía sería, por tanto, “a philosophical world-view or system inspired by the condition of life in the ecosphere” (Naess, 1990: 38).