René Descartes, heredero e impulsor de la ciencia renacentista
Introducción
Uno de los problemas centrales en el campo de la filosofía de la ciencia es el que gira en torno a la pregunta sobre la existencia de una relación íntima entre el reduccionismo y mecanicismo cartesiano con respecto a la praxis científica, lo que lleva a considerar la importancia de preguntarse por las implicaciones históricas y el origen de un fenómeno de suma relevancia para la sociedad humana como lo es el desarrollo científico característico de la sociedad moderna, el cual nos remonta al Renacimiento, momento de cambio económico, político y cultural.
La revolución científica y el cambio de paradigma epistémico
La noción de ciencia que actualmente impera responde a un cúmulo de características propias que la definen como un conjunto de conocimientos certeros y comprobables, dotados de una estructura lógica y metodológica, que pretenden dar una descripción fiel de la realidad, que, dicho sea de paso, se ha posicionado como la forma más confiable de conocimiento humano, permitiendo como consecuencia su gran avance y desarrollo en áreas tanto de ciencia formal como de ciencia aplicada. Aunado a esto, la labor científica no sólo se encuentra restringida a la producción continua de saberes “objetivos” y verificables sobre el mundo, sino que además tiene un fuerte impacto en la forma de percibir y entender la realidad. La ciencia, en este sentido, trasciende el plano estrictamente operativo y procedimental para constituirse como una forma de interpretar y entender la realidad en sí misma.
Desde sus orígenes la ciencia se forjó como parte sustancial de un proyecto histórico; a partir del ejercicio de la razón, el ser humano fue capaz de descifrar los enigmas más profundos de la naturaleza.
El cogito se posicionó como un punto de arranque a partir del cual se derivó una larga travesía por el saber, que de la mano de una metodología rigurosa, sistemática y analítica se encaminó hasta nuestros días, enmarcado dentro del proyecto moderno, hacia la labor ardua por desentrañar las leyes que rigen el mundo y el universo.
Desde la denominada Revolución científica que tiene su punto de arranque con la publicación del De Revolutionibus de Nicolás Copérnico, en 1543, se da un giro radical a la visión explicativa del mundo, basado en el cálculo exacto, la matematización y predictibilidad de los fenómenos. Desde el campo de la física destacan como figuras centrales, además de Copérnico: Tycho Brahe, Kepler y Galileo, hasta la culminación en la física clásica con Isaac Newton, quién concibe el funcionar del universo como un mecanismo ordenado y exacto, análogo a una máquina o a un sistema de relojería[1].
Con Copérnico se inaugura un sistema de valores cosmológicos que revolucionaron la concepción del lugar que se ocupa en el Universo. Con sus cálculos basados en su sistema heliocéntrico en donde la Tierra y el conjunto de los planetas giran en torno al Sol, siguiendo una trayectoria circular y uniforme, el ser humano pasó a ocupar un sito descentralizado y periférico, aunque siendo parte de un sistema ordenado y complejo. Dicho sistema de rotaciones concéntricas propuesto por Copérnico, retomando las observaciones y mediciones de Tycho Brahe, desembocará ya con Kepler en sus Leyes del movimiento elíptico de las orbitas planetarias, mucho más precisas que el modelo copernicano el cual conservaba todavía la vieja concepción griega de patrones jerarquizados y estáticos regidos por movimientos circulares.
Esta nueva “imagen del mundo”, que destituye las viejas concepciones de la cosmología aristotélica-ptolemaica, tiene también su correlato, para el campo de la filosofía, en las ideas racionalistas y metodológicas de Francis Bacon y René Descartes, precursores del enfoque experimental y racionalista de la ciencia. Se da aquí un punto de quiebre en la historia del pensamiento en el cual se modifican las ideas sobre el ser humano, la ciencia, el hombre de ciencia, el trabajo científico, las relaciones entre ciencia y sociedad, las relaciones entre ciencia y filosofía, e incluso entre saber científico y fe religiosa[2].
El enfoque racionalista que tiene su expresión más definida y acabada en la ciencia, va a ir supliendo poco a poco las nociones basadas en supuestos metafísicos y centradas en un esencialismo substancialista a partir de entidades previamente definidas por el pensamiento, derivadas de una noción abstracta, la cual trata de adecuarse a las cosas, de ajustarse a los entes concretos. Por su parte, el conocimiento científico pretende ir al núcleo de los fenómenos, no quedarse únicamente en el plano de las ideas abstractas, sino hacer que la realidad manifieste cuantitativa y objetivamente sus propiedades, mediante la utilización y diseño de instrumentos para la manipulación directa y la experimentación empírica.
Ante este panorama complejo que enmarca el surgimiento de la ciencia moderna, en especial la ciencia reduccionista desde un punto de vista histórico y social, es necesario en un primer momento entender las cualidades de las que es partícipe y que la posicionaron como una de las vías más fructíferas dentro del conocimiento humano. Es decir, el hecho que es importante considerar es que este momento concreto de la historia de Occidente no sólo se debe a que surgió y se desarrolló la ciencia como algo perfectamente definido, sino un determinado tipo de ciencia, con cualidades de estudio específicas, con una metodología muy particular que, debido a su éxito operativo, le permitió encumbrarse como la forma idónea y veraz de explicar la realidad.
Con el advenimiento de la Edad Moderna, se tiene en René Descartes y Francis Bacon las figuras centrales de la indagación filosófica en torno al papel de la “nueva” ciencia, sin dejar de lado las aportaciones de John Locke, Thomas Hobbes, Gottfried Wilhelm Leibniz, entre otros, los cuales desde diferentes posicionamientos definieron el vigor del pensamiento ilustrado. Es de resaltar, además, que este cambio de enfoque filosófico tuvo como antecedente directo el cambio al paradigma copernicano seguido por los esfuerzos de Galileo por dotar de una explicación sustentada en el cálculo matemático a las leyes que rigen el mundo físico y, en dicho caso, al plano astronómico. A partir de entonces, la ciencia física adquiere el estatus de ciencia rigurosa y su método de estudio se convirtió en el modelo a seguir en la investigación científica. En esta época se consolida fuertemente la ciencia moderna y sus postulados ontológicos, epistemológicos y metodológicos, centrados en una confianza suprema en la razón y en una visión del mundo y el universo regida por un orden universal con procesos armónicamente articulados, regidos por leyes concretas.
El reduccionismo y mecanicismo cartesiano
Descartes ocupa un lugar central en la historia del pensamiento racionalista y científico, precisamente porque formuló una epistemología sistemática y metódica, considerando la ya dominante física y matemática de los siglos XV y XVI, y además influyendo en distintas disciplinas científicas posteriores como la Medicina y la Biología. Dicha metodología, definida como reduccionismo (que en términos muy generales se podría sintetizar en la frase: “el entendimiento del todo se reduce al entendimiento de sus partes”) está a su vez ontológicamente ligada a un mecanicismo marcadamente fisicalista.
La perspectiva mecanicista, por su parte, establece como principio fundamental, que los organismos guardan una misma similitud de estructura y funcionamiento con respecto a una máquina. “En 1638 Descartes llegó a la conclusión de que, con la excepción del alma racional humana, todos los objetos naturales estaban causados por partículas inertes de materia en movimiento. Para él no había diferencia básica entre un reloj y un perro”[3]. La vida podía ser entendida y explicada en términos de la mecánica o la física. Más aún, el pensamiento mecanicista reconocía la existencia de un Dios creador, la única diferencia con la tradición anterior es que este Dios no tenía injerencia directa en las operaciones cotidianas del universo; por lo tanto, Dios podía ser conocido en la naturaleza, no por sus actos, sino solo por la extraordinaria complejidad y armonía de su creación[4]. Dicha armonía fue comprendida en función de un proceso mecánico que determinaba todos los fenómenos naturales. El poder de explicación que presentó esta analogía fue tan fuerte, que se amplió el campo de estudio en muchas disciplinas, como en el caso concreto de la Medicina y la Fisiología.
En el “Tratado del hombre” (incluido originalmente en el Tratado de la luz), Descartes expone su concepción fuertemente mecanicista de los diversos procesos biológicos que lo constituyen. Dicho tratado no sólo revela el amplio conocimiento que Descartes tenía de anatomía y de los instrumentos que tal práctica exige, sino que da una explicación global del funcionamiento interno del ser humano a partir de principios mecánicos. Esto se puede ver en la siguiente frase, la cual revela el carácter propio de su pensamiento:
“Supongo que el cuerpo no es otra cosa que una estatua o máquina de tierra a la que Dios la forma con el expreso propósito de que sea lo más semejante a nosotros, de modo que no sólo confiere a la misma el color en su exterior y la forma de todos nuestros miembros, sino que también dispone en su interior todas las piezas requeridas para lograr que se mueva, coma, respire y, en resumen, imite todas las funciones que nos son propias, así como cuantas podemos imaginar que no provienen sino de la materia y que no dependen sino de la disposición de los órganos”.[5]
Es notorio que dicha concepción mecanicista requiere en principio de unidades o partes que permitan y den sentido a su funcionamiento. Así como una máquina está compuesta de partes específicas (como por ejemplo un reloj está formado por diversos engranes, tornillos, manecillas, etc.), del mismo modo, el cuerpo humano o cualquier otro organismo estaría formado por distintos órganos y tejidos. Más adelante en el mismo tratado René Descartes expone lo siguiente:
“Además, deseo que consideren que todas las funciones descritas como propias de esta máquina, tales como la digestión de los alimentos, el latido del corazón y de las arterias, la alimentación y crecimiento de los miembros, la respiración, la vigilia y el sueño; la recepción de la luz, de los sonidos exteriores; la impresión de sus ideas en el órgano del sentido común y de la imaginación, la retención o la huella que las mismas dejan en la memoria; los movimientos interiores de los apetitos y de las pasiones y, finalmente, los movimientos exteriores de todos los miembros, provocados tanto por acciones de los objetos que se encuentran en la memoria, imitando lo más perfectamente posible, los de un verdadero hombre; deseo digo, que sean consideradas todas estas funciones sólo como consecuencia natural de la disposición de los órganos en esta máquina, sucede lo mismo, ni más ni menos, que con los movimientos de un reloj de pared u otro autómata, pues todo acontece en virtud de la disposición de sus contrapesos y de sus ruedas”.[6]
En este sentido, el estudio de los organismos o cualquier otro fenómeno natural, estaría determinado por el estudio de sus partes. Las partes se convierten en las unidades esenciales por las cuales el complejo orgánico se determina; el análisis consiguiente de las partes se convierte en un principio indispensable si se quiere entender y explicar el todo, puesto que la suma de éstas configura la totalidad del ente en cuestión. El reduccionismo cartesiano se entiende precisamente como este proceso de reducción de un objeto o sistema cualquiera bajo estudio, a sus unidades elementales e independientes las unas de las otras, mediante las cuales se puede explicar el todo. En otras palabras, el reduccionismo apela a un desmembramiento del objeto de estudio, sin considerar cambios cualitativos que se pudieran generar a partir de la interacción entre las partes; de tal forma, cada parte en sí tiene un peso y dinámica propia dentro del conjunto; las partes constituyen al todo, pero, con antelación, ya son unidades perfectamente delimitadas e independientes con una estructura y propiedades definidas.
Descartes explica esta tesis central de su filosofía de la siguiente manera, en la quinta de sus Reglas para la dirección del espíritu:
“El método consiste en el orden o disposición de las cosas a las que debemos dirigir el espíritu para descubrir alguna verdad. Lo seguiremos fielmente si reducimos las proporciones obscuras y confusas a las más sencillas, y si, partiendo de la intuición de las cosas más fáciles, tratamos de elevarnos gradualmente al conocimiento de todas las demás”.[7]
De esta manera, la nueva ciencia, producto del movimiento renacentista, encontró en Descartes a uno de sus más grandes herederos y arquitectos, quien marcó notablemente su rumbo posterior.
Conclusiones
El reduccionismo-mecanicismo, además de brindar una base metodológica original para su época, ofrecía al mismo tiempo una sistematización concreta del mundo bajo un orden de jerarquías, necesaria para la interpretación e intervención científica en los fenómenos de la vida. Los niveles más complejos de ordenación de la materia estarían fundamentados en los niveles más elementales; así, la complejidad de la vida orgánica se puede entender a partir del estudio concreto y específico de sus componentes inorgánicos, físicos y químicos. No hay que olvidar que dicha metodología apareció en un momento en que la confianza en la indagación empírico-experimental se posicionaba cada vez con más fuerza, cuando a partir del ejercicio del pensamiento sistemático y ordenado se pretendió lograr el control absoluto de las leyes de la naturaleza, obteniendo sus primeros triunfos significativos en el área de la Física.
Bibliografía
Descartes, R. Reglas para la dirección del espíritu. Porrúa, México, 1989.
Descartes, R. Tratado del Hombre. Nacional. Madrid, 1989.
Hankins, T. L. Ciencia e Ilustración. Siglo Veintiuno, México, 1988.
Reale, G; Antiseri, D. Historia del pensamiento filosófico y científico. Del humanismo a Kant. Tomo II. Herder. Barcelona, 1995.
Notas
[1] Cfr., Reale, G; Antiseri, D. Historia del pensamiento filosófico y científico. Del humanismo a Kant. p. 170.
[2] Cfr., Ibid. p. 171.
[3] Hankins, T. L. Ciencia e Ilustración. pp. 121-122.
[4] Ibid. pp. 125.
[5] Descartes, R. Tratado del Hombre. p. 50.
[6] Ibid. pp. 116-117.
[7] Descartes, R. Reglas para la dirección del espíritu. p. 104.